Un ají justo

En las selvas del Vaupés el ají Wai Ya se usa para curar las pesadillas y, en gotas, dicen que alivia los ojos. ¿Cómo una de las cepas más fuertes y sagradas de los picantes amazónicos está llegando a las mesas de Bogotá?

por

Juan Pablo Conto


20.04.2015

Fotos: cortesía Silvia Gómez

El camino de aprendizaje del ají es lento. Al principio no se sabe qué tan capaz se es. Se tiene cuidado, se es cauteloso. A medida que se prueba se va ganando fuerza, se logra conciencia del cuerpo. Da fortaleza mental y espiritual. Tanta que para las comunidades del río Pirá Paraná, en los límites entre el Vaupés y el Amazonas, el ají no es simplemente un condimento, es un elemento ancestral y sagrado.

De allá viene el ají orgánico Wai Ya. Este proyecto, liderado por la organización Kanama, hace parte de una iniciativa que busca “comercializar de forma integral y solidaria productos tradicionales elaborados por comunidades indígenas de la Amazonía y la Sierra Nevada en Colombia”. Está integrada por la antropóloga Silvia Gómez, el biólogo Nelson Ortiz y la artista Bárbara Santos. Cuando nació la idea de trabajar con las comunidades, Silvia entendió que su papel iba a ser el de traducir, el de ser intermediaria entre dos culturas. Por eso no podía ser como cualquier proyecto productivo: “No era cuestión de identificar una demanda, dar una oferta, ir donde la comunidad, agarrarles la caña y tener grandes ingresos”, como dice ella. Se trataba de buscar la sostenibilidad y contar lo que hay detrás del fruto.

Toda la cadena tenía que ganar por igual, desde el que producía hasta el que vendía. Incluso, el que compraba tenía que tener un precio justo y saber la razón de este

En la búsqueda por el producto se plantearon una serie de reglas: en primer lugar el modelo iba a ser ”una cooperativa que manejara siempre los principios del comercio justo”, como declara Silvia. Toda la cadena tenía que ganar por igual, desde el que producía hasta el que vendía. Incluso, el que compraba tenía que tener un precio justo y saber la razón de este. En segundo lugar “tenía que ser sustentable social, económica y ambientalmente”. Esto se traduce en que las mujeres no tuvieran que romper sus relaciones personales y no se dañara el tejido social. Que tampoco interfiriera con sus cultivos de siembra y demás elementos de su cotidianidad. Que fueran la mayor cantidad de mujeres produciendo la menor cantidad posible –algo impensable en la leyes del mercado. Que tampoco requiriera monocultivos que afectaran los terrenos y que fuera fácil de transportar.

El ají fue la respuesta. Es una costumbre ancestral de las mujeres de estas comunidades, presente desde su mito fundacional. Lo usan como gotas cuando tienen problemas en los ojos, para la gripa o para curar pesadillas. Su cultivo está asociado a un conocimiento sobre su territorio, el clima, las constelaciones, los ciclos y la ritualidad. No es un condimento, es un elemento sagrado. Lo siembran en las inmediaciones de las chagras -cultivos familiares- o en el jardín de su casa. Tiene además un buen tiempo de vida y es un producto vendible en la ciudad.

San Miguel, Vaupes.
Foto: cortesía Silvia Gómez

 

El ají Wai Ya resalta el sabor de la comida pero no la cambia. No es una salsa. Tiene un sabor ahumado especial, muy selvático. La técnica para prepararlo es de lento proceso, como explica Silvia: “las mujeres  recogen las especies de ají -más o menos tres- y en un fogón especial con una madera específica ponen las frutas frescas. También ponen una parrillita de unos bejucos especiales, y los ubican muy alto. A los frutos les llega mucho humo y estos se van ahumando, mínimos durante 20 días o un mes. Luego ya se deshidratan. Tienen que estar muy deshidratados para que no se pudran. Ellas lo pilan con pepa y todo con un mortero de una madera especial. Algunas mujeres últimamente tienen molinillo que hace que sea más fino, pero la mayoría lo que hace es macerar”.

El producto es muy fuerte: “tú puedes abrir un tarro y te arden los ojos, te duele la nariz”, cuenta Silvia, “entonces te preguntas cómo hacen ellas para prepararlo”. Resulta que deben tener unas curaciones especiales con un chamán. No pueden consumir cierto tipo de pescado y tienen que hacerlo al amanecer o al atardecer.

El ají se envía en bruto en bolsas a Bogotá, donde lo empacan, lo etiquetan y hacen la gestión con los clientes. La metodología del negocio, como lo explica Silvia, es más o menos así: “En Mitú o zonas aledañas al río, por un gramo les pagan alrededor de 70 pesos. Nosotros se los pagamos a 150 pesos. Después con las ganancias nos las dividimos 50-50”.

Para llegar a las poblaciones del río Pirá Paraná, que es afluente del Apaporis, que desemboca en el Caquetá, que a su vez desemboca en el Amazonas, hay dos opciones -tres si se quiere: la primera es volar de Bogotá a Mitú. En Mitú alquilar una avioneta que, tras un viaje de una hora y veinte minutos, llegará a una de las comunidades que tiene una pista: una ligera línea de pasto aplanado donde la aeronave puede aterrizar. Al parecer, el viaje es hermoso pues se ven todas las copas de los árboles, todo el corazón de la Amazonía, como un brócoli impenetrable bajo los pies. El problema es que esta pequeña aventura, que solo se puede hacer en un vuelo charter de 500 kilos, cuesta tres millones de pesos.

Sona–a, Vaupes.
Foto: cortesía Silvia Gómez

 

Si la plata no alcanza también se puede hacer por tierra, pero son dos días en bote y unos seis caminando. En ese caso, tercera opción, más económica que la primera pero más corta que la anterior, es viajar de Bogotá a Leticia. En Leticia agarrar un bote durante dos días, el cual navega por el río Caquetá hasta llegar al río Mirití Paraná. De ahí se camina tres horas hasta llegar al río Apaporis para navegar dos días más. Y así, en un total de unos cinco o seis días encontrará la primera comunidad del Pirá Paraná.

El problema realmente no es el tiempo que toma llegar a allá. El lío es que estar allá no es garantía de haber llegado: en las orillas del Pirá Paraná el mundo es otra historia, otro tiempo, otra cosmología, otra manera concebirlo todo. La distancia real con ellos es cultural, está en la cabeza.

Durante este  proceso debe existir una traducción entre dos mundos, como relata Silvia: “los chefs te dicen que abren un tarro y salen muchas pepas y abren otro y sale más finito, y que entonces la receta se ve afectada. Nosotros les decimos que es un proceso artesanal, que no podemos unificarlo y uniformarlo, porque cada mujer tiene sus matices a la hora de prepararlo”. Por otro lado, también la comunidad tiene que tener en cuenta sus clientes tienen sus propios paradigmas y algunos deben cumplir con la resolución 4241 de 1991 para especies y condimentos y obtener las fichas técnicas del producto. De lo contrario no lo podrían usar. Por esto deben cumplir con pasos claros dentro de su preparación.

070 RECOMIENDA...

El ají Wai Ya se puede encontrar en la panadería Ázimos y en Andante Pan y Café en el barrio la Macarena, de Bogotá. También en platos de Wok, en el Restaurante Abasto y la Bodega de Abasto, también en esta ciudad. Lea más sobre el proyecto acá.

Click acá para ver

También se enfrentan la velocidad de la ciudad con la de la selva. El producto se demora y en ocasiones simplemente no hay: “es bonito porque la gente prefiere esperar y le termina viendo el encanto a algo que no es solamente económicamente cuantificable”, declara Silvia. Solo hay un radio y para comunicarse deben llamar a Mitú. De ahí llaman a las escuelas cercanas a las comunidades a la espera que alguien de razón. La producción se debe centralizar para que valga la pena y así esperar que haya un vuelo. En el proceso se presentan todo tipo de dificultades que hacen que el ají se pueda demorar más de lo esperado.

Hoy en día, de las diecisiete comunidades, son seis las más activas dentro del proceso: San Miguel, Piedra Ñi, Puerto Esperanza, Santa Rosa o Santa Isabel. Otras geográficamente más aisladas aparecen de manera esporádica. Silvia afirma que, en el momento en que el crecimiento rompa el equilibrio que quieren mantener, dejarán de conseguir clientes: “se debe mantener esa pausa para entender las demandas de un lado, las expectativas del otro, y las posibilidades de uno y las limitaciones del otro”, explica.

 

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