Los dueños del fútbol

Dos italianos, credencial de FIFA en mano, recorrieron las canchas donde se forjan los pequeños ‘Falcaos’. Esta es la travesía bogotana de dos aprendices de empresario del fútbol en busca de talento.

por

Gian Pietro Miscione


21.10.2013

Foto: Gian Pietro Miscione

Parqueamos el carro en un lodazal. Estamos frente a una verja, en el campo a las afueras de Bogotá. Y llueve.

Para un europeo que normalmente relaciona a Colombia con trópico, palmeras y calor, es difícil imaginar que aquí la temperatura está siempre alrededor de 17 grados y llueve como si estuviéramos en Inglaterra.

Debemos estar frente a la sede del Bogotá Fútbol Club, equipo de la categoría Primera B, pero en realidad –lo averiguaré pronto– detrás de esa reja está el comienzo de una gran aventura.

Salgo del carro y miro a través de la reja, pero solo veo infinitas canchas de hierba mojada. Estoy aquí con un agente de jugadores de fútbol que vino en busca de talentos a Colombia, nueva tierra de conquista para la Europa en crisis, que aún es capaz de invertir en América Latina. Yo le estoy haciendo de intérprete y acompañante en la agitada metrópoli colombiana.

De repente, de una casita detrás de la reja, aparece un hombre con botas pantaneras que le llegan arriba de las rodillas, chaqueta impermeable tres tallas más grande y una cachucha con el logo de algún equipo: tiene que ser un entrenador o un preparador atlético.

Repaso el guión y me preparo: no le puedo tener miedo a este hombre, tengo que parecer convencido y convincente. En efecto soy blanco, soy occidental, soy europeo, soy parte de quienes hace 450 años conquistaron a este país con un centenar de hombres a caballo; mientras que mi interlocutor no ha ganado ni siquiera una Copa del Mundo. ¡No le puedo tener miedo! Tomo aliento y comienzo: «Buenos días, ¿Cómo está? Mi nombre es Gian Pietro Miscione, soy italiano y estoy aquí con mi colega Francesco Di Donna, un joven agente FIFA que trabaja para los mejores equipos europeos: Juventus, Milan, Paris St. Germain…estamos aquí, en Colombia porque nos gustaría establecer contactos con realidades locales de fútbol y…para ver si hay algún buen jugador, y…bueno, sí, a ver si podemos hacer un buen negocio juntos…»

Me fue súper bien, el “indiecito» está aniquilado, aplastado, arrasado por mi capacidad dialéctica y cuatro milenios de historia, arte y cultura europea. Mientras tanto, mi amigo sale del carro, cierra la puerta y, vestido de traje y corbata, avanza seguro y sonriente con elegantes zapatos italianos que se hunden en el barro. A continuación saca la fabulosa tarjeta: agente FIFA Francesco Di Donna. La pone al frente de los ojos de mi interlocutor, para que pueda brillarle bien el “scudetto” con el tricolor italiano y las cuatro estrellitas que representan los títulos mundiales: 1934, 1938, 1982, 2006. ¡Toma eso! Zoff, Gentile, Cabrini, Vittorio Pozzo, el penal de Grosso, 4-3 a Alemania, Brasil aplastado en el 1982, ¿Quién demonios eres tú? Somos los más fuertes del mundo, somos los patrones, somos los más grandes, estamos aquí para traerte riqueza y civilización, el Imperio Romano, somos el pasado, el presente y el futuro. ¡Vamos!

Pero justo en ese momento de delirio y exaltación colonialista, mientras ya me veo invitado a todas las trasmisiones deportivas italianas para comentar sobre la realidad colombiana y los máximos sistemas del mundo, oigo dos inquietantes sonidos en rápida sucesión: bip, bip…

Oh no…

***

La sociedad y la urbanística colombianas tienen una estructura de «burbujas»: en varias partes de la ciudad uno puede caminar y moverse tranquilo sin problemas; pero esto es una burbuja con bordes bien definidos y para trasladarse de una a otra, es probable que haya que pasar por lugares menos agradables. Por lo tanto, para evitar «interacciones» con el mundo exterior durante estos traslados, los carros colombianos se aseguran automáticamente unos segundos después que las puertas se han cerrado. Cuando me bajé del carro, cerré la puerta; cuando mi compañero se bajó del carro, cerró la puerta. Las llaves están en el interior del carro, que ahora se ha cerrado automáticamente.

Bip, bip. Estamos en un campo en la mitad de la nada, dos perfectos tontos europeos perdidos en la periferia bogotana, en un lugar lleno de barro donde no pasa bus o taxi. Nuestra dignidad europea está por debajo de nuestros elegantes zapatos italianos, estamos vestidos como dos idiotas y nuestro carro está cerrado con las llaves adentro; mientras que las de reserva están guardadas en quién sabe qué cajón, en quién sabe cuál casa, quién sabe a cuántos años luz de distancia. Y llueve.

En ese momento de total tragedia, tengo dos opciones: fingir que nada ha ocurrido y esperar que un cambio repentino del campo electromagnético solar reabra el carro; o salirme del papel de Jiménez de Quesada y Roberto Baggio, bajar del pedestal y pedir humildemente ayuda.

Mientras que nuestro interlocutor – que entendimos es un celador – todavía tiene los ojos fijos en las cuatro estrellitas, murmurando el nombre de algún superior a quien dirigirse; y mientras mi amigo sigue sonriendo como Berlusconi, yo respiro profundamente y tomo mi decisión: «Ehm…perdón, pero…creo que tenemos un problema…creo que se nos han quedado las llaves del carro encerradas…en el carro…ehm…».

El “cela” me mira un poco raro, las estrellitas dejan de brillar y la sonrisa de mi compañero se desflorece, al darse cuenta de que hay algo que no cuadra. «Ah…sí… bueno, a veces sucede.» Ahora es él el que sonríe con un poco de gozo. «Pero usted … será que nos pueda ayudar de alguna manera?» Lo imploro. «Bueno … tal vez hay un amigo que…» e indica la casa de donde había salido. Un poco aliviado le digo: «Bueno …si se puede llamar a este amigo…». Él me hace un ademán como  para decirme que espere y vuelve sobre sus pasos.

Estamos en sus manos, puede hacer de nosotros lo que le dé la gana, nos puede pedir cualquier humillación, hasta obligarnos a actuar como postes de la portería para el próximo partido de entrenamiento, y con seguridad lo haríamos.

Después de unos interminables minutos, sus botas embarradas avanzan hacia nosotros; lleva algo en la mano: ¿será un machete? ¿Será una serpiente tropical? No, en cambio, es un alambre. Poco a poco se acerca al carro y me da un movimiento de cabeza como para preguntarme: «¿Puedo?». Yo le respondo con una expresión de total sumisión que quiere decir: «Puede hacer lo que quiera: si puede abrir el carro, usted será la eterna luz que guiará nuestras vidas por los siglos de los siglos. Amén».

El hombre inserta con paciencia el alambre modelado adecuadamente en el espacio entre la ventana y la puerta y después de varios intentos, el seguro se eleva mágicamente: el carro se abrió, estamos salvados, hemos vuelto a la vida. «El amigo» era él y ¡él nos salvó!

Después de una palmadita en la espalda y un alivio infinito, nos abre la verja y entramos. Estamos en la escuela de fútbol, “La Gaitana” a cargo de Don Álvaro, deus ex machina del fútbol juvenil bogotano. El celador lo llama al teléfono y me lo pasa inmediatamente: “Buenas tardes Don Álvaro, ¿Cómo está? ¿Cómo me le ha ido? ¿Qué más? ¿Qué ha hecho? ¿Qué cuenta?». En unos diez minutos llega y después de saludar a varios niños que están entrenando, se dirige hacia nosotros. Es un hombre de unos cincuenta años, con la mirada de alguien que lo ha visto todo, pero que no se ha rendido al desencanto. Sin embargo, su expresión es difícil de detectar porque lleva una mascarilla sobre la boca, como a veces se ve por estas partes. Todavía no he entendido si es por una forma de cortesía hacia el prójimo -a quien no se le quiere contagiar con los gérmenes- o por una leyenda urbana según la cual los mismos gérmenes serían llevados por el aire frío de la sabana de Bogotá.

Me presento a Don Álvaro: “Soy el colaborador del agente FIFA Di Donna, aquí en Colombia en busca de talentos, etc.”. Él se muestra interesado y escucha con atención. Por detrás de la mascarilla, nos hace entender que quiere que lo sigamos a su oficina. “La Gaitana” es como su familia; de hecho el hijo y otros parientes trabajan aquí y se respira el orgullo y la dignidad de quien ha construido algo desde cero. Nos enseña unas fotos en la pared que retratan varios equipos de la escuela de los últimos veinte años. Hay una que destaca sobre las otras y es precisamente la que nos llama la atención. Él pone su índice gordo sobre uno de los niños agachados, cuya figura está encuadrada en un círculo y nos pregunta: «¿Lo reconocen?». Bueno, en realidad, es un niño como muchos otros. Entonces miramos hacia arriba y hay una imagen con firma y dedicación a “La Gaitana”: el niño de la foto, crecido en la escuela de fútbol donde estamos es Radamel Falcao, campeón e ídolo de Colombia, uno de los mejores jugadores del mundo. A mi colega le brillan los ojos y en sus pupilas veo el signo de dólares girando como si fuera Tío Rico.

Don Álvaro nos dice que de su escuela acaba de salir Jhon Padilla de 16 años, delantero, estrella de la selección sub-16, un muchacho de la costa, que se quedó unos años viviendo en la casa de Don Álvaro porque no tenia otro lugar a donde ir. Ahora juega en el Santa Fe, uno de los equipos de la capital de Colombia. Pero “La Gaitana” todavía tiene un 40% de sus derechos. Mi compañero Di Donna me hace decir que la Juventus, el Paris St. Germain y probablemente también el Milán, estarían muy interesados en un jugador así. Don Álvaro asiente con la cabeza y dice que se puede hablar del asunto. En los ojos de mi compañero los signos de dólares revolotean ahora como trompos enloquecidos y creo que incluso en los míos se debe empezar a ver algo.

Don Álvaro nos proporciona numerosos contactos, entre ellos el de Don Wilson Jiménez, entrenador de la selección sub-20 de Cundinamarca, quien nos podrá indicar a otros talentos listos para el gran salto al «big world» del fútbol europeo. Podremos reunirnos con él esta noche en el estadio donde se jugará Bogotá Fútbol Club – América de Cali.

***

Unas horas más tarde estamos al frente de El Campin, rodeados por multitudes de hinchas entusiastas. No tenemos boletos, pero mi compañero me asegura: «Vamos a entrar sin pagar, no te preocupes.» Yo le digo que podríamos comprar las entradas, pero él insiste, debe ser una cuestión de orgullo profesional: un agente FIFA no entra al estadio pagando, y eso es todo.

Tiene razón él: gracias a la tarjeta con símbolo FIFA, las estrellitas, el traje, la corbata y una buena dosis de descaro, superamos cada filtro y cada control y llegamos a la tribuna de honor, como si fuéramos los hermanos de Messi o los primos de Mourinho.

Es un partido de la categoría B, el Bogotá es quizás el décimo equipo de la ciudad, pero el estadio está lleno. En el minuto catorce de la primera parte, cuando el equipo en camiseta roja y blanca mete un gol y el estadio estalla en un general barullo, entendemos por qué: el América de Cali,equipo que alcanzó algún lustre internacional, ahora juega en la categoría B. Y como sucedió hace unos años con la Juventus en Italia, donde juegue, llena los estadios, ya que tiene seguidores en todas las ciudades. Por eso el Campin está lleno de «caleños» que viven aquí, mientras que parece que no hay ni un solo hincha del Bogotá.

Afortunadamente nosotros no dimos señal de ser hinchas de los locales y sobre todo estamos aquí para hablar con Don Wilson. “Buenas tardes Don Wilson, ¿Cómo está? ¿Cómo me le ha ido? ¿Qué más? ¿Qué ha hecho? ¿Qué cuenta? Mire, me llamo Gian Pietro Miscione y soy el…etc.». Al minuto once de la segunda parte, después de varias llamadas telefónicas surrealistas, lo divisamos un par de filas abajo de nosotros. Don Wilson es un tipo bien grande, con una nariz roja y nos hace entender de inmediato que tiene pocas ganas de tener que lidiar con dos «gringos» como nosotros. Yo le cuento toda la historia, asegurándole y ya empezando a estar convencido yo también, que estamos encargados por los mejores equipos europeos. Di Donna muestra la tarjetica, empujándome a declarar que le acaba de llamar la Juventus, pero Don Wilson no parece impresionado.

La relación con los colombianos o mejor con los colombianos que no han tenido la oportunidad de estudiar y viajar al extranjero, puede resultar complicada para un europeo: hay quienes asumen una actitud de sometimiento injustificado como si Europa fuera un universo superior y fabuloso. Y hay quienes, como Don Wilson, muestran una clara desconfianza y disgusto, por la creencia de que todos los europeos consideran a Colombia un país subdesarrollado, una simple mina para explotar. Además, como es el caso de los europeos con los suramericanos, los colombianos no distinguen entre europeos: para un colombiano un italiano equivale a un alemán o a un francés. Por esta razón, a menudo, en Colombia, la gente está convencida de que todos los europeos, inclusive los italianos, vengan de un barrio perfectamente ordenado y civilizado de Suiza.

Por eso, si al día siguiente algún colombiano hubiera visto nuestras “dos caras de ricos” cruzando uno de los barrios más humildes de la ciudad, en busca de la cancha donde el equipo de Don Álvaro jugará la final de un torneo juvenil, probablemente consideraría que nuestro destino era  una zanja, muertos y sin un riñón, antes del atardecer.

Además, mi compañero lleva siempre traje y corbata, y mientras yo trato de conducir por carreteras llenas de hoyos que se parecen a la Fosa de las Marianas, esquivar busetas que se mueven como voraces predadores y puestos de venta de pollos fritos y mazorcas en todas partes, él tiene su iPhone a la vista, hablando con todos los agentes italianos, brindándoles la seguridad de que dentro de una semana les llevará al nuevo Falcao, de hecho, al nuevo Messi, al nuevo Pelé, al nuevo Maradona.

Después de varias vueltas y desesperadas llamadas telefónicas, logramos interceptar el camioncito de Don Álvaro. Desde la ventana del carro y debajo de la mascarilla nos dice: «Busquen la emisora 999 AM.» Yo no escucho la radio AM desde cuando era niño. Pero obedezco y logro encontrar la emisora de la que brotan gritos y sonidos familiares: es una narración de un partido de fútbol, pero no de uno cualquiera, sino del partido hacia el que nos estamos dirigiendo. Al llegar, nos damos cuenta de la situación: al lado de la cancha, donde dos equipos de niños están jugando, dos comentaristas están haciendo la crónica del partido que se transmite no sólo por lo que entendemos es la emisora de la escuela de fútbol de Don Álvaro, sino también a través de enormes altavoces colocados encima de las pequeñas gradas. En la práctica, la narración del partido se escucha a un volumen loco por todos lados: la escucha el público, los jugadores, los vendedores ambulantes, las vacas que pastan y los vecinos de los edificios circundantes.

La atmósfera es maravillosa y reconcilia con el fútbol en todos los sentidos. Es un deporte que tiene un gran potencial educativo, pero que, en Europa, hasta a nivel juvenil, ha sido completamente mercantilizado. Me parece estar en una periferia de la Italia neorrealista de los años 50, en una película de Rossellini en blanco y negro, en una novela de Pasolini. En las gradas y en la cancha aparecen por todas partes niños sonrientes, papás relajados, gente del barrio que ha llegado a disfrutar del espectáculo del domingo, bajo un cálido sol. Cuando llegamos Di Donna y yo, parecemos divinidades descendidas del cielo. Mi compañero se siente como un ratón en el queso, sonríe a todo el mundo, me indica a centrocampistas y mediocampistas de doce años con un seguro futuro de campeones en algún equipo europeo y de repente se encuentra rodeado por dirigentes de equipos locales, curiosos, niños y personas que pasaban por ahí. Yo estoy un poco desconcertado ante tanta deferencia que me parece no merecemos en absoluto. Además, nosotros somos de hecho los embajadores y los pioneros de un mundo voraz que amenaza con destruir la integridad de un lugar y de gente como estas.

Pero cuando Don Álvaro me toma por el brazo y me lleva hacia los comentaristas para ser entrevistado en directo en la radio, no hace falta que insista. Presentado como un agente de futbol italiano en busca de talentos en la bella Colombia, tomo el micrófono en la mano y dirigiéndome al público, empiezo a pontificar sobre los valores humanos que se pueden percibir en este lugar. Alabo a Don Álvaro quien se preocupa en primer lugar de formar a “la persona” y luego al jugador, subrayo la dignidad de todos los que se encuentran ahí, etc. Los comentaristas asienten con la cabeza, la gente me escucha en silencio y entonces sigo: «Estamos orgullosos y felices de estar con ustedes esta tarde, en este lugar de deporte tan lleno de aquellos sentimientos y calor humano que se ha perdido en Europa.» Me siento como Nando Martellini (famoso narrador de futbol italiano) en el Bernabéu en 1982, John Kennedy en Berlín, Martin Luther King en Washington, el Papa en la Plaza de San Pedro. Es delirio y omnipotencia.

Tras el partido, Don Álvaro nos dice que nos ha conseguido otra cita importante: con los gerentes del Santa Fe, dueño de Padilla, para iniciar las negociaciones para su traslado a uno de los equipos que representamos. Mi compañero sonríe y estrecha la mano a Don Álvaro: somos un gran equipo, nadie nos puede parar.

Al día siguiente, de hecho, somos recibidos por los altos cargos del Santa Fe, campeón nacional en 2012 y semifinalista de la Copa Libertadores a los pocos meses. «Buenos días, soy italiano y soy el colaborador del agente FIFA Francesco Di Donna, estamos aquí en Colombia para…». Tarjeta, tricolor italiano, estrellitas, sonrisa. Ya el esquema se ha probado y funciona perfectamente. Nuestro objetivo es conseguir que el presidente del Santa Fe nos firme un poder que nos autorice a negociar el jugador con cualquier equipo. Mi compañero me acaba de confiar que él nunca había hecho este paso, pero – en este trabajo – aparentar confianza y venderte a ti mismo por lo que (todavía) no eres, tiene la misma importancia que la trigonometría para un matemático. Por otra parte yo también no soy nada más que un guía/intérprete, pero me estoy presentando como un astuto y experto empresario de fútbol.

Sentado frente al escritorio del vicepresidente del Santa Fe, saco todos mis conocimientos de fútbol, recito de memoria los nombres de todos los colombianos que juegan en la serie A italiana, discuto de la psicología de Mourinho. También analizo el significado de la música como elemento de identificación para los colombianos, así como la comida lo es para los italianos. Mi compañero, sentado a mi lado, me da una patadita para recordarme que debo insistir en el hecho que el Paris St. Germain le llamó ayer. El vicepresidente tiene prisa, debe viajar con el equipo a Perú, donde se jugará un partido de la Copa Libertadores. Llama a una secretaria, a otro dirigente, pregunta por todos los datos de mi compañero, y dentro de dos minutos, firma el poder y nos entrega la carta. Lo logramos.

Antes de despedirnos, nos dice que nos hará llamar por un amigo suyo, Don Carlos Uribe, agente colombiano de otra promesa, Efraín Martínez, sobre el cual parece que ya puso sus ojos el Real Madrid de Ancelotti. «Muy bien –le digo– este es mi número de celular.» Le estrecho la mano como si yo fuera un empresario de toda la vida que cierra su enésimo negocio.

Salimos de la sede del Santa Fe y nos montamos al carro con la hoja firmada en la mano. Nos damos un cinco, felices. Somos grandes, somos los mejores, no le tenemos miedo a nadie. Pienso que ya mi vida haya cambiado para siempre, muy pronto me volveré corresponsal en América del Sur de «La Gazzetta dello Sport» (famoso diario deportivo italiano). Más tarde de un semanario, y finalmente seré consultado por radio, prensa y televisión cuando haya que analizar y discutir las dinámicas sociales y políticas de América Latina. Mientras entramos al tráfico delirante de la hora pico bogotana, mi compañero comienza a llamar a todos sus contactos en el celular, que corresponden a todos los equipos de fútbol italianos y europeos desde el Arsenal hasta el Viktoria Plzeň. Entonces se voltea hacia mi para indicarme que me orille: vio un bar y quiere comprar un trago para celebrar. Mientras se baja, me timbra el celular. Paro el carro y contesto: “Aló”. «Buenas tardes, soy Carlos Uribe, ¿cómo está?». «Ah, buenas tardes Don Carlos, ¿Cómo está? ¿Cómo me le ha ido? ¿Qué más? ¿Qué ha hecho? ¿Qué cuenta?». Ya tengo todo el guion listo y me siento súper seguro: le echo la misma historia y luego arranco: «Sí, estamos muy interesados en Martínez, parece un delantero moderno, ya listo para el fútbol europeo». Él responde: «Oh, sí, de hecho Ancelotti ya vio varios videos de él y…». Desde el bar, mi compañero me pide que lo alcance: tiene dos copas de aguardiente y luce una sonrisa más brillante que nunca. Yo bajo y sigo hablando: «Bueno, pero Martínez es un delantero un poco atípico, no creo que en este momento pueda ser de interés para el Real Madr…». Bip, bip. ¡Las llaves!

* Gian Pietro Miscione es italiano, químico y periodista. Vive entre Bologna y Bogotá, fue profesor de cátedra del departamento de Química y tomó el curso de extensión «Periodismo para no periodistas» del CEPER

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