Las sombras también saludan

Desde niña Julieth Arredondo dibuja espíritus. Hoy hace parte de un equipo que, armado de aparatos electrónicos, se dedica a cazar fantasmas en Bogotá.

por

Maru Lombardo


30.10.2015

–¿Tú crees en todo esto?

Julieth Arredondo sonríe.

Ya es de noche.

Ella me mira por encima de su café.

Afuera la calle 54: las personas, las luces, las arepas quemadas y los buses de las seis de la tarde.

Todo en la calle está vivo.

 

Julieth vive hace cuatro años con el hombre que está sentado frente a mí. Él, John Barrera –un hombre barbudo y con el pelo peinado hacia atrás, pegado contra el cráneo con gel–, fue el primero que la ayudó realmente a entender lo que veía más allá de los cuerpos. Juntos dieron charlas en programas de RCN; varias veces fueron invitados especiales de Radio La Mega.

Le respondo a Julieth que me daba mucha curiosidad.

–A todos les interesa –dice Julieth– pero a la hora de la verdad uno cree en lo que le ha pasado. Todo lo que yo veo y oigo lo he confirmado por mis propios medios.

Todo lo que Julieth ha visto y ha oído está en una carpeta con retratos que dibujó a lo largo de su experiencia.

–La manera de interpretar estas cosas es a través de lo que haga sentido para uno. El catolicismo y yo no pudimos conectar… Encuentro respuestas en otras prácticas. Yo medito antes de empezar cualquier investigación.

Julieth mira a su pareja.

–John es un poco más odinista. Prefiere las runas.

Julieth trabaja como ilustradora para varios clientes, pero también para personas muertas. Es lo que en el campo de los estudios paranormales se llama una psicógrafa: ella es capaz de percibir espíritus y dibujarlos a partir de esa influencia.

Julieth Arredondo y John Barrera

Está sentada contra la pared blanca de la panadería y revuelve el tinto con un pitillo. Tiene el rostro apoyado contra la mano, una cara de piel completamente lisa y como llena de talco. Los ojotes llenos de pestañina y sombreado azul brillante en los párpados. Su risita sorpresiva delata que recientemente cumplió 21 años. Tiene el cabello mono teñido y larguísimo, que parecía intacto desde antes de haberse ido de su casa.

 

Los dos se acarician las manos por encima la mesa.

 

–Es el nombre de nuestro equipo –dice Julieth mientras señala la espalda de John, un hombre cuya barba cae desmechada hasta la mitad del cuello como muchas chivas juntas. Su chaqueta tiene el estampado de Expediente Paranormal Colombia en la parte trasera, –Utilizamos siempre uniformes cuando vamos a hacer investigaciones.

En ese momento entró al local un hombre panzón con una mochila negra al hombro. Tenía bolsas de piel debajo de los ojos. Su nombre es Carlos Lamoyi, viste de gris, gris como el pelo escaso que tenía en la cabeza. Lamoyi saluda a John con un choque de manos y palmadas en el hombro. Luego se dejó caer en el asiento al lado de su compañero de investigación. Pidió un tinto y puso la pesada mochila sobre la mesa.

Los tres viven con experiencias paranormales, no todos los días, no todo el tiempo, pero sí lo suficiente como para haberse acostumbrado a ello. Creen en su trabajo: la investigación paranormal. Los tres ayudan a personas con casos como los suyos a aclarar sus dudas sobre las presencias espirituales que podrían estar rodeándolos. Los tres conforman el equipo de investigación Expediente Paranormal Colombia.

 

***

 

A casi 500 kilómetros de la calle 54 se encuentra la Biblioteca Piloto de Medellín. En el año 2001 Julieth vivía en aquella ciudad, donde se había criado. Allí buscaba saciar sus dudas en los libros. Todavía lo hace: cree firmemente en que leer nutre el conocimiento. Hace catorce años trató de sacar más libros de la Biblioteca con la ayuda de su hermana mayor, Viviana. Ella le tenía paciencia a la menor. Un día, tras salir de la biblioteca, la hermana menor siguió los pasos de Viviana hasta un carro azul que las esperaba frente a la puerta principal, en el parqueadero. Dos figuras grandes las esperaban dentro.

–¿Devolviste todo, Viviana?– preguntó la señora desde el asiento delantero.

–Sí, mamá.

–¡Vivi no quiso sacarme los libros! –explotó la hermana menor.

–¿Cuáles libros?

–Nada, papá. Julieth no pude… –respondió Viviana.

El padre miró a la niña pequeña por el retrovisor, de donde colgaba un crucifijo blanco.

–Ya no más, Julieth. Ya estás grandecita –prendió el carro.

–Yo no me imagino cosas, pa –respondió la niña.

 

De vuelta en el presente, y en la 54, el olor a pan me hace sentir como en casa. Como en un hogar.

–Las entidades se ven como si fueran personas normales, de carne y hueso –dice Julieth, gesticulando con las manos–. Yo cuando era más chiquita no me daba cuenta de que no eran personas vivas. No las veía todo el tiempo, claro. Ahora tampoco. Pero llegó un momento en que me acostumbré.

 

Julieth trabaja como ilustradora para varios clientes, pero también para personas muertas. Es lo que en el campo de los estudios paranormales se llama una psicógrafa: ella es capaz de percibir espíritus y dibujarlos a partir de esa influencia.

 

Cuando niña, en Medellín, a Julieth el aroma de la iglesia la hacía sentir extraña. No estaba cómoda ahí. En el carro sobre la autopista, hace catorce años, la niña miró el retrovisor, donde el crucifijo oscilaba como un péndulo de hipnosis:

–No tengo que ir a misa –dijo.

–Usted no quiere ir por pereza suya –sentenció la mamá–. Así que va.

Sonaron las campanas de la iglesia cuando la niña subió las escaleras hacia las puertas del templo. Con la boquita fruncida y de la mano de sus papás, se dejó caer pesadamente en la banca frente al altar. Todo a su alrededor era más grande que ella: las bancas, la cúpula bajo el altar mayor, las naves laterales que la forzaban a mirar hacia la cruz del Salvador y al padre que estiraba los brazos hacia los lados detrás del altar.

–Oremos.

Los presentes se pusieron de pie y juntaron las manos frente a sus pechos.

Julieth no se paró.

Se quedó mirando al padre de la Iglesia como pudo haber mirado a un familiar o a cualquier peatón de la ciudad. Aquél hombre parecía querer abrazarlos a todos con su gesto. Por ello, por tercer domingo consecutivo, Julieth se tapó los oídos mientras él seguía hablando.

 

–La religión católica es muy cerrada –explica Julieth más de una década después–en el sentido en que no acepta más que un solo dios. Eso está bien, cada religión tiene sus reglas. Pero yo no podía creer eso. Imagínate: ¿cómo voy a creer en un solo dios teniendo a toda esta comunión dentro de mí?

–Y claro, ese es su punto de vista y es necesario tenerlo para un tema tan subjetivo como lo paranormal –dijo Carlos, el tercer miembro de Expediente Paranormal, mientras desempacaba cincos aparatos robustos. Parecen los primeros teléfonos celulares: grandes, grises, cuadrados, con antenas. El teléfono de John suena; pide disculpas, atiende la llamada y se pone a dar vueltas por la panadería mientras hablaba con los ojos enfocados hacia donde caminaba. Está organizando dos próximos viajes de “turismo paranormal”: uno en Tabio y otro en Cali. A ambos sitios invitan interesados en la investigación paranormal; los asistentes pagan una tarifa por el viaje y la estadía en el lugar que explorarán. Esta es una de las formas de sustento de la pareja y del equipo, además de ser invitados a programas, incluyendo Blu Radio y La Mega.

 

***

El radio del carro del papá de Julieth, mientras dejaban atrás la autopista nuevamente, estaba apagado. La familia también se había quedado en silencio. La niña temblaba de pies a cabeza mientras el carro estaba detenido en un cruce de calles. Hasta entonces sólo había podido leer un par de libros sobre fenómenos paranormales y la curiosidad la mataba. En aquél momento, mientras cruzaban el Puente San Juan, la niña vio algo por la ventanilla derecha del vehículo: un chico de unos doce años tocaba insistentemente la pared de una casa cercana a la autopista. De repente, el chico volteó la cabeza hacia ella. La niña puso las manos sobre los cachetes y pegó la nariz contra la ventanilla. Un sentimiento de pesadumbre le hundió el pecho.

–Yo morí aquí–, oyó Julieth –. Desentiérrame.

–¿Qué hago? –susurró ella con lágrimas en los ojos.

–¡Desentiérrame!

Se tengan o no agudizados los sentidos, las entidades no aparecen sólo en las investigaciones intencionadas. Las entidades no responden necesariamente al gusto de los “turistas paranormales”. Cuando Carlos Lamoyi siente una de esas presencias cerca, se le enfrían las piernas y se le erizan los pelos de la espalda.

–Dormido es cuando uno está más vulnerable. Las entidades oscuras te dicen que hagas cosas que no debes hacer –explica Carlos con un tono seguro, constante–. Pero se supone que nadie puede decirte lo que debes o no debes hacer. El único que tiene ese poder es Dios. Él es el que dicta el destino de los hombres. Por eso cuando un espíritu… cuando una entidad se queda anclada a este mundo es porque no ha evolucionado. Normalmente aparecen como sombras. Hay castigos que se manifiestan en las formas físicas de aquellas entidades: una vez vi una figura alta, probablemente un hombre, que tenía la lengua larguísima, como hasta el pecho, y la podía mover hacia todo lado.

Hace el gesto con el dedo para indicar la longitud de la lengua.

–Quienes hicieron daño por chismes suelen ser castigados así. Los asesinos se quedan en este plano muy frecuentemente. Hicieron mal y anclarlo a este mundo es una forma de castigo.

–¿Se puede llegar a Dios? –le pregunto.

Ya cayó totalmente la noche y con ella el silencio sobre la calle 54; el vallenato suena en la panadería y ya han apagado el televisor que estaba al otro lado del local. El frío después de la lluvia aún nos hace exhalar vaho. Julieth escucha a Carlos con los ojos muy abiertos mientras asiente con la cabeza.

–No. Pero ese es el ideal. Nuestra vida le pertenece a Dios.

–Tener distintos puntos de vista ayuda a tener una visión más amplia de lo que hacemos –dice Julieth entonces.

Detrás de mí cierran las persianas de la entrada. John continúa dando vueltas por la panadería con su celular en la oreja. Julieth se acaba el tinto. Un clic me distrajo de inmediato: uno de los aparatos muestra una variación numérica en su pantalla.

–Ese es el MEL Meter Pro. Detecta variaciones en la temperatura que causan las entidades –explica Lamoyi.

–O sea…

–Claro, nosotros estamos rodeados todo el tiempo por los que algunas fueron como nosotros. Niños, abuelitos, madres… y afectan nuestro entorno, ¿sabes?

–¿Y te hablan?

–Es difícil entablar una conversación larga con ellos debido a que gastan mucha energía hablando. La más larga que capté, de doce segundos, fue de una niña que nos cantó. Tan pronto pueda te la presento para que la escuches.

–¿Y estos espíritus no pueden reencarnar en otros cuerpos?

Julieth sonríe mientras Carlos dice no creer en la reencarnación. No cree en ella porque no es posible, dice.

–No tengo problema con lo que piensa Carlos porque para mí el bien y el mal son sólo conceptos –explica John luego. Al hablar de la religión de los demás levanta una mano frente a su hombro, como si se estuviera disculpando.

–Pienso que lo que deja un ser en este mundo a la hora de morirse es su estado de conciencia. Julieth piensa parecido.

En ese momento, Julieth se pone a manosear una grabadora de voz portátil que había traído Carlos. “¡Esto es La Vallenata, FM 97.4, Bogotá!”, grita, animadísimo, el locutor del radio de la panadería. “¡En Medellín, 102.3…!”. A pesar del ritmo contagioso del radio, ella está quieta. Sin embargo, fue a través de ese medio que afianzó sus creencias.

Casi cuatro años atrás el Cartel Paranormal de La Mega tuvo a John Barrera como invitado especial. Allí, él habló sobre la confusión entre la paranoia y presencia real de entidades paranormales.

–No todas las inquietudes psicológicas inexplicables provienen de una influencia paranormal. Muchos tienen problemas psicológicos, o inventan sus propios fantasmas.

Al finalizar el programa, cuando dejó una dirección de contacto por correo electrónico, recibió un mensaje. Era Julieth Arredondo. Le contaba cómo desde siempre tenía frecuentes contactos con personas y energías que no entendía por qué no eran de carne y hueso, especialmente desde los 15 años.

–¿Y usted para dónde es que va? –gritaba el papá de Julieth en el rellano de su casa, en Medellín. Ella aún no cumplía los 18 años

–¡¿Para dónde va?!

Sin dar muchas más explicaciones, Julieth tomó el bolso que había preparado y se largó de su casa. Desde entonces, vive con John en Soacha y se ganan la vida haciendo investigaciones, dando conferencias sobre lo paranormal y llevando a su equipo alrededor del país para continuar ejerciendo sus habilidades.

 

***

Detrás nuestro aparece el cajero de la panadería:

–Discúlpenme bacanes, es que ya estamos cerrando.

Nos ponemos de pie y nos vamos de la panadería. Caminamos por la 54 hasta la Caracas. Las persianas cerradas de Chapinero vuelven azul y gris toda la calle aunque detrás de nosotros un casino relampagueaba con luces amarillas. Nos acercamos a un edificio verdoso, con unas escaleras que conducían a un rellano pequeño. Carlos saluda al guardia, nos abre la puerta y nos encontramos frente a un patio rodeado por pasillos de luz blanca. Es lugar tan oscuro que parecía más una demolición reciente que la parte trasera de una vivienda. Solo el guardia y las puertas de otros apartamentos anuncian señales de vida claras, indudables. Debajo del patio está el parqueadero. Julieth se detiene un segundo en las escaleras por donde bajábamos. Sigue sonriendo mientras observa el último escalón.

Aquél subsuelo huele a plantas mojadas y gasolina. Nos metemos al carro de Carlos, quien volvió a desempacar la artillería.

–¿Cuatro en un parqueadero? Parece que nos metimos aquí a vender vicio. ¿Cuántas dosis quieren? –dice John, y todos reímos. En la parte trasera del carro, un crucifijo de plástico que brilla en la oscuridad se movía de lado a lado.

–Imagínate apuntar a alguien en la noche con ese láser –dice Julieth mientras manipula un medidor de temperatura que utiliza este tipo de rayo. Apunta a John, apunta hacia mí, y luego apunta a la oscuridad impenetrable alrededor del carro. Se ríe mientras usaba el láser como un niño que finge ser un policía.

Sobre el muslo de Julieth está el Ghostmeter Pro. Es un aparato que parece un Gameboy Color de carcaza transparente. Su funcionamiento es simple: al lado izquierdo de la pantallita hay cuatro bombillos LED. Si a una entidad se le hacen preguntas cerradas, el Ghostmeter registrará respuestas cerradas. En estas condiciones, cuando registra una energía electromagnética del ambiente, los LED se activan con dos posibles respuestas: enciende dos lámparas o sólo una. Dos corresponde a no. Una, a . Al lado de la puerta, Julieth observa la ventanilla y sostiene el aparatito en su mano. Tiene la otra mano sobre el regazo, y está quietísima. En el silencio, el ritmo de su respiración se acompasa en intervalos perfectos.

–Es que allá afuera están todos muy tensos. Siento mucha tensión. Allá en las escaleras…

–Sí, hay un niño muy simpático que le gusta jugar ahí. Pero yo no me acerco mucho.

–¿Por qué?

–Es que hay algo malo ahí que no lo deja irse.

Entonces, entre Julieth y yo, el Spirit Box 7 comienza a emitir unos graznidos. La caja capta frecuencias en FM y AM, medios por los cuales una entidad se puede comunicar en vivo con los vivos. La caja emite un ruido blanco que es lo único en lo que puedes pensar cuando todo alrededor es absoluta oscuridad, absoluto silencio.

La interferencia del ruido blanco dice que algo está tratando de hablar.

–¿Quieren darnos algún mensaje? –pregunta Carlos.

–¿Dónde están? –pregunto yo.

–Todos pegados contra las ventanillas del carro –suspira Julieth–. Nos están mirando –nos quedamos en silencio varios segundos. Entonces Carlos vuelve a hablar:

–¿Les gusta María?

Cae el silencio. Julieth sigue mirando hacia el parqueadero. De pronto, un LED, uno solo, se enciende en el Ghostmeter Pro. Ella deja salir toda la tensión de sus pulmones. Les muestra la reacción de los espíritus a Carlos y a John. Los tres quedan contentos con el resultado. Yo salgo del carro y apago mi grabadora. Las luces del parqueadero se encienden. Todo está vacío.

–En otro momento nos ponemos a analizar el audio, si quieres –me ofreció Julieth mientras se ciñe la chaqueta al cuello. Subimos juntos las escaleras hacia la portería–. Seguro en esa grabadora tuya salen cosas chéveres. Se ve muy buena.

–Y no te preocupes si esta noche escuchas o ves cosas –dice Carlos. Nos acompaña fuera del edificio. Prende un cigarrillo en la calle que había quedado completamente sola. Incluso el casino había apagado parte de sus luces–. Puede que se te hayan pegado por la interacción.

Julieth Arredondo sonríe:

–Sólo respira y estate tranquila.

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