El problema de comer pescado en Cartagena

Dentro de la postal típica del turismo en Cartagena se incluye un plato de pescado frito y patacón. Sin embargo, en esta ciudad la pesca está dejando de funcionar para los pescadores, los restaurantes y, sobre todo, para los peces.

por

Lina María Sánchez


23.07.2014

Foto: quinn.anya @ Flickr

El puerto de pescadores de Bazurto, en Cartagena, es una boca de mar verdoso. En la costa, los pescadores se aglomeran bajo un techo de bolsas negras sostenido por vigas de madera podrida. Sudan como sudan los pelícanos, huelen a pescado de boca abierta, a cerveza escamosa, a manos que juegan cartas. No son ni siquiera las diez de la mañana y el sol ya enceguece. El mar está rodeado por un manglar que se yergue en la otra orilla y divide los edificios blancos de su reflejo cóncavo sobre el agua. Detrás del puerto y cruzando la calle se levantan unas tiendas que revenden pescado, apiñadas unas con otras formando una única masa de poca altura de madera inestable. Hay basura bordeando el mar, muchas bolsas negras y blancas y paquetes y papeles y botellas. En un muelle inservible consumido por agua salada espera Fermín Pérez, jefe de la Asociación de pescadores de Bazurto. Está de pie, inmóvil, como si se estuviera preparando para salir al escenario. Sus ojos son pesados y amarillentos y trae puesta una gorra blanca en donde se lee Telesur. «¿Estamos listos?», le pregunto. Asiente, pero me dice: «con cachucha no, porque van a pensar que soy comunista».

Fermín habla en un tono fuerte y convincente, meneando las manos por el aire y haciendo énfasis en palabras como presupuesto e incumplimiento. Ha viajado por Latinoamérica «en representación de los pescadores y estudiando pesca con la cooperación española», y por ello tiene pleno conocimiento del funcionamiento de la pesca en países hispanos. La pesca en Colombia, y especialmente en la ciudad de Cartagena, es poco productiva y poco competente, dice Fermín. Para resolver estos problemas, «se necesita tecnificar la pesca y profesionalizar al pescador».

En el Atlántico, la columna vertebral de la pesca recae en unos cuantos pescadores que se agrupan indiscriminadamente sin apoyo estatal. En alguna medida, gracias a que no hay un apoyo ni una revisión gubernamental, la pesca colombiana acarrea problemáticas ambientales. En virtud de la incompetencia e improductividad y, a la vez, de la poca reglamentación y de la ausencia de inspección, la pesca austosostenible en Cartagena, en la actualidad, es sencillamente irreal.

Fermín Pérez ha venido luchado por una nueva forma pesquera en Colombia. Así, pone como ejemplo los centros de acopio de Ecuador, Chile, España, Honduras, Argentina, Perú, Costa Rica. Los centros de acopio permiten a los pescadores vender su producto a mejores precios, tecnificar la pesca e industrializar su producción. Adicionalmente, necesitan de mucha mano de obra, lo que daría más trabajo para las familias de los pescadores y resultaría, a su vez, en una mejor calidad de vida para el pueblo cartagenero. Actualmente en Cartagena no hay ningún centro de acopio ni planes a corto o mediano plazo para llevarlo a cabo.

La pobreza de los pescadores y de su puerto conlleva a una baja competitividad y, por ende, a que los grupos de pescadores artesanales sean más vulnerables frente a la gran industria pesquera. Fermín asegura que «en la medida en que nos falta infraestructura no podemos ser competitivos», y que la carente infraestructura actual del puerto radica en que el presupuesto gubernamental nunca ha llegado a los pescadores. La pesca industrial, ubicada en Mamonal, es la que más recibe presupuesto, pues son los industriales los que eligen al Director Nacional de pesca y es él quien decide cómo se divide el presupuesto. Además, no solo no hay presupuesto sino además el puerto se ha visto sensiblemente oprimido. La “enramada”, como le dice Fermín al puerto de Bazurto, ha sido constantemente desplazada por la alcaldía de Cartagena. Cada vez tienen menos espacio en el puerto y tendrán que desplazarse de nuevo porque la alcaldía quiere construir una gran acera para los transeúntes. En cualquier caso, la “enramada” reciclada es lo suficientemente tembleque como para poder mudarse a cualquier parte.

José Franco tiene veinticinco años. De estatura pequeña y regordete, con una risita constante pegada en la boca. No se le pueden ver los ojos porque trae unas gafas negrísimas que le dan un aire champetúo. Le pregunto si le gustaría ser cantante. Me dice que claro que sí, pero si tuviera buena voz. Camina rítmicamente, aletea sus brazos de un lado a otro mientras me señala sus dos canoas. A José le hubiera gustado ser cualquier cosa menos pescador. Su ascendencia lo fue y su descendencia está a un paso de serlo. Ese futuro no contenta a José, que trabaja todos los días para costear la educación de sus hijos. Los pescadores artesanales, como José, trabajan dos o tres días a la semana en grupos de dos o tres, también. Embarcan en dos canoas de fibra de vidrio a las que les ponen nombres como «El taky» o «la de José», cuando el sol aún ni se ha desperezado. Al mediodía vuelven para almorzar, dejando la red colgando en una canoa y bamboleándose dentro del agua con las olas del mar, a ocho millas de la costa. Salen de nuevo a recoger la pesca para llevarla, después, hasta el puerto.

José me señala a un amigo suyo, de aspecto tímido, alto y delgado como jugador de baloncesto.
– ¿Cómo te llamas?
– Wilmer Lambis Blanco.
– ¿Wilmer C-a-m-b-i-s Blanco?
– Lambis, Lambis, con “L”.

Wilmer ama la pesca. Si tuviera otra vida volvería a ser pescador. Si se regresara veinte años atrás volvería a ser pescador. No obstante, Wilmer tiene una idea muy clara sobre por qué sus hijos no deben ser pescadores: «la pesca es buena, dura, productiva». Buena y productiva, sí, pero sobretodo dura. A Wilmer la pesca le ha pagado el estudio de sus hijos, su casa en arriendo y su camiseta naranja que contrasta con su piel negra y brillante como de gema jet. Wilmer, al igual que la mayoría de los pescadores artesanales, vive en arriendo en uno de los barrios más peligrosos de toda Cartagena, donde hay pandillas y problemas de seguridad y salubridad. Wilmer se considera apolítico y no le interesa si le traen o no nueva infraestructura porque sabe que es como soñar despierto. Sin embargo, tiene claro que el tema de la pesca es cada vez peor, que tienen que alejarse cada vez más de la costa para conseguir peces porque, como me dice, «ya no es como antes que uno pescaba cerca de la orilla». Ya no hay tantos peces en el mar. Los peces han sido desplazados por basura y aguas residuales y reducidos por la pesca indiscriminada. No los dejan pescar cerca de las Islas del Rosario o de Bocachica por razones ambientales. Muchos de ellos están en desacuerdo: ¡ahí hay muchos peces! Casi tantos como corales. La guardia marítima está presente, siempre alerta, para incautarles las redes si los ven pescando alrededor de sistemas complejos y diversos. Aunque también están presentes si una canoa se les voltea o caen al mar.

Lo ambiental, ahora una especie de kitsch deformado, ha estado latente también en los asuntos pesqueros. No sólo ya no los dejan pescar junto a las Islas del Rosario o en lugares en donde la pesca signifique una pérdida sensible de diversidad marítima, sino que también la Dirección Nacional de Pesca ha dado estándares específicos para las redes. Wilmer y los pescadores artesanales de Bazurto pescan con trasmallo, una red de tres pulgadas y media de amplitud entre hueco y hueco. Esta amplitud permite que no se pesquen pequeños animales ni microorganismos. Wilmer me dice que si pesca algún pequeño pez lo devuelve al mar, o a veces lo vende a los cultivos de sábalo.

¿Cultivos de sábalo? El sábalo es un pez en vía de extinción. De ahí que Fermín esté en desacuerdo con su producción. Las vísceras y los peces pequeños de los pescadores artesanales se venden para esos cultivos rudimentarios y sin ningún tipo de sistematización. «No hay sentido de pertenencia», asegura Fermín, lo que conlleva a que cada cual haga lo que le plazca –aunque prefiere botarle el balde de agua sucia al Estado. No hay una Autoridad Nacional de Pesca ni, consecuentemente, ordenamiento pesquero. Esta Autoridad tendría inspectores de pesca que regulen el tamaño de las redes, el impacto medioambiental, la utilización de los desechos, etc. Es decir que, sobre esa base, no se necesitaría que los pescadores se concientizaran sino que bastaría con un policía tirano que los esté vigilando para que hagan su trabajo con responsabilidad.

Fermín aduce que con los pescadores viejos ya no tienen nada qué hacer, pero que aún así trata de irlos capacitando a través del SENA para que haya más respeto y consciencia sobre la conservación del medio ambiente. Y es que los viejos sí que no aprenden, al parecer. Porque el futuro está en los pescadores jóvenes, cada vez más reducidos y con sueños cada vez más alejados de la pesca autosostenible. No obstante, Fermín tiene claro que no hay un interés de los pescadores por aprender sobre el medio ambiente, por tecnificarse ni profesionalizarse. Y, asegura, es culpa del poco presupuesto y de la falta de ordenamiento pesquero que no regula la pesca, y que se hace, por lo tanto, indiscriminadamente. Las redes con las que pescan los artesanales están avaladas por medidas mundiales. Y es extraño encontrar medidas mundiales en procesos que ni siquiera el gobierno nacional apoya. Los boliches, –como se le llama a los grupos de pescadores con trasmallo– , por su parte, pescan con redes lo suficientemente pequeñas como para arrasar con todo lo que hay en el mar, fauna marina y macroalgas. Por eso los pescadores artesanales están en desacuerdo con el ordenamiento de los boliches.

Los boliches son una pequeña agrupación pesquera de no más de dieciséis hombres –al parecer la pesca es por antonomasia hombría– que en su mayoría vive en La Boquilla, un pueblo de mayoría afro que poco a poco ha sido absorbido por la urbe cartagenera. Hay muchos grupos de boliches en La Boquilla. Hay muchas boquillas en La Boquilla. Así se le llaman –los boquilleros– a las muchas bocas naturales que conectan la Ciénaga de la Virgen, un gigantesco manglar al norte de Cartagena, con el mar abierto.

La Boquilla es una yuxtaposición de términos: en los últimos cinco años ha habido un gran desarrollo turístico y de vivienda. Junto a este desarrollo y dividido por arena y mar, están las casas precarias de los cartageneros y el puerto donde pescan los boliches. Es una playa amplia, de mar ronco. Es claro, también, que entre más se desarrolle el turismo más relegados serán los boquilleros y la pesca bolichera. La boquilla es una ciénaga atorada. Llena de desechos, basura, icopor, aguas residuales y concreto. La ciénaga busca salir al mar a través de bocas naturales que hoy ya no le son suficientes. Algunos boliches pescan en la ciénaga y, con una contaminación tan alta, no es seguro qué clase de pescado pueda salir de ahí y bajo qué deformados estándares de calidad. Después de que hace unos diez años la profundidad promedio era de ocho metros, hoy es de máximo cuarenta centímetros. El suelo de la ciénaga está plagado de lodo bacteriano, se ven pocas ostras y cangrejos, aunque a veces, rompiendo la superficie del agua, se ven peces surcando los desechos. La pregunta que surge es, si el agua contaminada de la ciénaga va al mar, ¿qué tan purificada puede estar por las olas? ¿Cuántos peces marítimos no tienen visceralmente bacterias nocivas?

Entre boliches y pescadores artesanales suman 200 pescadores y están representados cinco voceros. Fermín es uno de ellos, que asegura que los pescadores no tienen actividad política ni actividad ambiental positiva, porque –insiste– les hace falta sentido de pertenencia. Fermín recuerda que ha habido huelga de buses, de papicultores, de cafeteros, pero nunca de pescadores. La razón puede radicar, quizá, en la centralización del Estado. Apelaron a unos mejores recursos a partir de la ley 70 de 1993 durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango, que habla sobre el apoyo a las comunidades afro. Hay que decirlo, sí, todos los pescadores que vi son afrodescendientes, y Fermín asegura que todos, sin excepción, son afro.

En La Boquilla, Fermín señala al horizonte y dice «la única riqueza que tenemos es ir todos los días a ese mar». Y al parecer los boliches no entienden eso. Wisnton Emilio López Haddkins, de cuarenta y seis años, es parte de un boliche y dice que no hay gran diferencia entre los pescadores artesanales y los boliches. Wisnton, al igual que Wilmer, ama la pesca. Me cuenta que los boliches son diecisiete en total, y que van todos de pesca. Así se divide: la mitad de los hombres tira para un lado, y la otra mitad tira para el otro, sacando todo lo que hay en el mar. Tanto Wisnton como Wilmer y José venden el pescado al mismo precio. La libra de róbalo oscila ente $10.00 a $15.000, pero venden también sierra, lebranche y, sobre todo, pargo. Wisnton tiene sólo dos hijos que viven en Venezuela. Dice que los pescadores artesanales de Bazurto venden también, junto con la pesca recién hecha, pescado congelado.

Andante Allegro Vivace. El letrero de madera es diminuto y difícil de ver en la pared verde de donde está colgado. El restaurante italiano es pequeño, iluminado por un amarillo casi naranja, con una sobredosis de aire acondicionado. José David Urrea, chef y dueño del restaurante, tiene una camisa blanca remangada hasta el codo, sus facciones son agradables y su cabello bien corto revela inicios de calvicie prematura. En su restaurante se venden langostinos, calamar, mero y pargo. Todos, a excepción del mero y el pargo, se los compra a Atlantic, una compañía pesquera de gran escala que trae pescado congelado de Ecuador o Chile. El mero y el pargo se lo compra sólo a unos pescadores cartageneros que ya conoce, y los compra con piel para poder reconocer que son, en efecto, mero y pargo. Algunas veces le vendieron corvina en vez de mero así que, aprendiendo de eso, ahora los pide con piel, porque así puede reconocerlos. Juan David ya no les compra a pescadores artesanos por asuntos de higiene y salubridad y también porque, asegura Urrea, muchas veces ellos incluso venden pescado congelado. Aunque le gustaría apoyar la industria pesquera artesanal cartagenera, Juan David prefiere comprarle a Atlantic porque el pescado “fresco” no es fresco sino asoleado: se pesca y se reserva en condiciones insalubres. Y, hablando de las tiendas que revenden, también asegura que venden pescado congelado.

– Se necesita un Centro de acopio– dice Urrea.
– ¿No requiere de mucho presupuesto?
– No, es sólo que el pescado lo pongan en una nevera con hielo y no lo dejen asoleando o por ahí tirado.

Urrea suena soñador, a pesar de que sus maneras sean más de hombre de negocios. Me dice que su sueño sería tener cinco pescadores que sólo pesquen para su restaurante y poder ofrecer pescado fresco. Porque el pescado fresco, según Urrea, es un sueño actualmente irrealizable en Cartagena.

*Lina María Sánchez es literata de la Universidad de los Andes, donde además terminó la Opción en periodismo del CEPER. Esta nota se produjo en la clase Periodismo en Terreno, en la que los estudiantes viajaron a Cartagena y San Basilio de Palenque para producir un especial periodístico. 

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