El jardín de senderos que se bifurcan

Esta es la historia de dos niñas que crecieron, jugaron y rieron juntas. La infancia borró las diferencias que más tarde la vida se encargó de recordarles.

por

Alejandra Perry


25.11.2013

Foto: Diego Cambiaso @ Flickr, editada por 070

Sentía la felicidad que solo una niña puede tener. El viento me golpeaba la cara y hacía que mi pelo revoloteara. El “columpio volador” se movía para adelante y para atrás, mientras Maritza y yo, paradas en él, cantábamos la canción de la novela que veíamos en el momento, Pasión de gavilanes: «Quién es ese hombre que me mira y me sonríe…»; cambiábamos esta última palabra de la letra, pues la original decía “desnuda”, lo que para dos niñas de escasos diez años era vulgar y a la vez chistoso.

Hoy, una década después, todavía me acuerdo de las aventuras que Maritza y yo teníamos en el amplio terreno donde quedan nuestras casas, en la vereda El Hato de La Calera, un municipio al nororiente de Bogotá. Corríamos por las cinco fanegadas de pasto verde, subíamos y bajábamos la montaña, escalábamos las acacias y robles que rodean el camino a la portada. Éramos felices en aquel terreno en el que todavía llaman la atención los eucaliptos de hasta cuarenta metros de altura, los grandes helechos, el sietecueros lleno de flores moradas y el alcaparro, que tiene tantas flores amarillas que apenas se ven las hojas verdes.

Jugábamos casi todos los días, a excepción de los fines de semana, en los que yo iba a mi club a jugar tenis con mi hermana, a almorzar con mis papás y a disfrutar del parque infantil, y de las vacaciones, cuando generalmente me iba de viaje con mi familia. Normalmente esos días Maritza se quedaba en la casa, con su mamá, Claudia, la empleada de mi casa desde hace más de diez años. Clau –como yo la llamo– es bajita, tiene la piel blanca y el pelo negro recogido en una cola de caballo. Clau es amorosa y en ocasiones se le escapa algún dejo paisa que revela sus orígenes. Maritza no tiene tal acento, su piel también es blanca pero su pelo es café y es un poco más alta que su mamá. Tiene una sonrisa inocente.

Maritza y yo nos divertíamos hasta que las luces empezaban a encederse en las casas, el verde de los árboles se tornaba en una sombra gris y el viento empezaba a enfriar la noche. Cansadas, volvíamos a nuestras casas, separadas por apenas cuarenta metros de distancia y un garaje. La casa de Maritza es de ladrillo; al lado izquierdo tenía las camas, en la mitad un minúsculo baño con una ducha y al lado derecho una mezcla de cocina, sala y comedor.

Mi casa también es de ladrillo como la de Maritza, pero tiene un patio abierto en el centro, en el que hay flores y un gran árbol, además de una pequeña mesa con sillas de hierro y unos grandes ventanales. Toda la casa gira alrededor de este patio: en un costado hay una gran sala, en otro una biblioteca y el cuarto principal, en un tercero dos cuartos (el de mi hermana y el mío), separados por un baño amplio, en el último el comedor principal que únicamente usamos en ocasiones especiales y una cocina larga con un comedor de uso diario. Además, tiene un cuarto para huéspedes, tres chimeneas, dos baños más y un “patio de ropas” con su respectivo cuarto, que también sirve de gimnasio.

Ya en mi casa, bajo la luz de lamparas hacía tareas, comía con mis papás y y me iba a dormir. Al día siguiente me despertaba poco antes de la hora de clases, pues solo me demoraba quince minutos en carro hasta el colegio. Cuando yo me levantaba –aunque fuera temprano–, Maritza ya se había ido. Ella tenía que caminar casi dos kilómetros para llegar hasta donde la recogía el bus que la llevaba a la escuela pública de la vereda en la que vivimos. La educación que recibía en esta escuela era bastante deficiente. Por eso, cuando hace unos años Maritza quiso estudiar medicina, sus malos resultados y bajísimo puntaje en el ICFES sacaron de tajo la posibilidad de entrar a cualquier universidad.

*

Detrás de mi casa, del lado opuesto a la casa donde vive Maritza, hay una gran mesa de madera. Un domingo soleado, hace un par de años, conversaba allí con mi mamá y mi hermana. Sentía cómo los rayos de sol calentaban mi piel. El pasto y los árboles resplandecían. Sin embargo, lo que nos contó mi mamá opacó el día: Maritza, de apenas 18 años, estaba embarazada. Mi hermana y yo nos quedamos sin palabras, pues la sorpresa y la preocupación nos las robaron. Esa niña, porque era todavía una niña, con la que tanto había jugado y compartido, iba a tener una hija. ¡Yo ni sabía que estaba saliendo con alguien! ¿A qué horas había pasado esto? ¿Cuándo habíamos dejado de hablarnos y de jugar juntas? ¿En qué momento pasamos de ser pequeñas a tener pequeñas?

*

Salgo corriendo de mi casa, como casi todos los días, con la maleta colgando del brazo. Me despido de Clau, quien me pasa una botella de agua, y subo corriendo las escaleras que llevan al garaje. Mi hermana me espera en el carro pero no ha pitado ni una sola vez; cuando me monto descubro la razón: atrás está Maritza con su hija Sara en los brazos. Aunque Maritza tiene un año más que yo, parece un poco más joven. Su cara inocente me sonríe mientras la saludo. Lleva puesto un saco gris con la cara de un mico rosado. Me parece familiar. Recuerdo que mis primas me lo regalaron hace varios años y yo se lo di a Martiza cuando lo deje de usar. Dirijo mi atención a la pequeña Sara, quien en mayo cumple dos años. Su nariz y su boca son muy pequeñas, pero sus ojos son grandes y me miran con atención. Sus cachetes son enormes y siento ganas de espicharlos, sin embargo me limito a tocarlos delicadamente con las yemas de mis dedos, sintiendo una suavidad única. “¿A dónde vas?” le pregunta mi hermana a Maritza, quien responde “a la virgen”, un lugar aproximadamente a un kilómetro y medio de nuestras casas, distancia que caminando se hace larga y más aún si se lleva a una bebé alzada; por esto acercamos a Maritza, quien tuvo “suerte” de que saliéramos a esa hora.

Pasaron diez años y con ellos miles de experiencias. Maritza y yo terminamos el colegio y nos alejamos casi sin darnos cuenta. Yo tuve mi Prom, mi graduación, hice un viaje con amigas y entré a la Universidad de los Andes. Maritza, por su parte, lidió con las responsabilidades de traer una hija al mundo. De nuestra gran amistad sólo quedaron encuentros ocasionales en los carros.

Yo sigo estudiando, pero cambié el colegio por la universidad. Maritza también acabó el colegio pero no pudo entrar a la universidad. Un día suyo gira en torno a la pequeña Sara. Se levanta y le hace el desayuno, la baña y le da un paseo. Más tarde prepara el almuerzo de su casa, le da una parte a Sara y la acuesta a dormir, en  ocasiones dejándola sola y en otras durmiendo con ella. Al despertarse, le da una fruta o la consiente y luego baja a mi casa, al “cuarto de ropas”, y ayuda a su mamá a planchar.

Sara, con sus grandes ojos y cachetes, es una alegría para la familia. “Es lo mejor que me ha pasado,” dice Maritza quien ha madurado y  ha aprendido a quererse. Ha superado su culpa, la vergüenza inicial que le generó su embarazo y el resentimiento que guardaba. Ya no busca obsesivamente el amor del papá de su hija, quien consiguió pronto otra novia cuando Maritza aún estaba embarazada. Maritza reconoce que es mejor para ella estar sola que con alguien “tan mujeriego” y que si va a estar con alguien es con quien la quiera tanto a ella como a Sara. Lo dice con tranquilidad reiterando que esto no quiere decir que el papá no deba asumir su responsabilidad por los gastos de la hija, cosa que mensualmente cumple.

Hace unos días, en la mesa de la cocina, Clau y mi mamá hablaban de Maritza y la manera en que ha cambiado tanto ella como su vida. El olor a miel y a tostadas recién hechas se perdía lentamente en el aire. Clau decía que Maritza quería empezar a trabajar para poder estudiar, pero que era muy complicado por la pequeña Sara. Oyendo su conversación, yo pensaba en lo difícil que era para ella, mientras que para mí había sido todo tan fácil. “Dicen que no se debe pensar en el pasado, pero fue lo que lo hizo a uno”, dijo Clau, con la cara enrojecida y los ojos algo aguados.

Mientras ellas seguían conversando, yo pensaba en la vida dura que le había tocado a Claudia y, quizás, las dificultades que también tendría que enfrentar Maritza. Ambas sentían la felicidad de tener a Sara, pero al mismo tiempo un dolor inconmensurable. Yo, desde mi casa de ladrillo y ventanales, percibía lo diferente que eran nuestras vidas, a pesar de lo cerca que estábamos, y sabía que, en eso, algo no estaba bien. Podía sentir el peso de una realidad que muchas veces se ignora simplemente porque es lo más fácil.

* Alejandra Perry es estudiante de antropología. Esta crónica se escribió en el marco de la clase Crónicas y reportajes periodísticos de la opción en periodismo del CEPER.

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