Los recogedores de cadáveres

Los bomberos de San Carlos, Antioquia, dejaron de apagar incendios para hacer lo que nadie se atrevía: recoger los muertos que dejó la guerra entre las Farc y los paramilitares.

por

Carolina García Arbeláez


23.10.2012

“Yo le tenía pánico a los muertos y al primero que recogí le habían destapado la cabeza. ¡Me tocó recoger los sesos con la mano!”, recuerda Arnoldo Quintero con desconsuelo. En medio de una guerra entre las FARC y los Paramilitares, la escena tenebrosa de recoger cadáveres se había convertido en un trabajo cotidiano para los bomberos de San Carlos, Antioquia. A finales de los años 90 el municipio del oriente antioqueño estaba abandonado por la fuerza pública. La presencia del Estado –cuando había– era obsoleta: los policías tenían prohibido salir del casco urbano y el ejército, que venía esporádicamente, convivía con los grupos armados. La suerte de los cuerpos abandonados o de los heridos en las veredas estaba en manos de un grupo de jóvenes voluntarios que, con un curso básico de primeros auxilios y el bachillerato, conformaron el cuerpo de bomberos. “Nosotros éramos el único organismo de socorro. Si no recogíamos los cadáveres, nadie lo hacía” me dice con un tono que revela tanto orgullo como desconcierto.

Arnoldo Quintero nació en San Carlos, un pueblito paisa en el que –para su desgracia o su fortuna- abunda el agua. Sus montañas las recorren más de 70 cascadas y en cada vereda hay un “charco” para nadar. Ahí se produce el 33 % de la energía hidroeléctrica del país y por eso siempre ha sido un punto estratégico para los proyectos del gobierno y para aquellos que los quieren sabotear. La riqueza de San Carlos ha sido una maldición: primero llegó el Estado, después llegaron las FARC y después los Paramilitares. En ese rincón del oriente antioqueño, se reunieron todos los actores armados con todas sus estrategias de guerra. La población quedó reducida a carne de cañón.

En 1998, Quintero se unió a los bomberos por iniciativa de un amigo. Tan sólo un año después tuvo que asumir el cargo de comandante, el cual sigue desempeñando hoy en día. Es un hombre moreno, de mediana estatura y tiene el semblante de un hombre serio. Sus 37 años se descubren por las líneas de expresión que ya tiene marcadas en la frente y por las entradas en su pelo, preludio de un futuro de calvicie. “En esa época éramos un grupo de 30 pero de aquel entonces sólo quedamos Jesús y yo” me cuenta, “los otros se desplazaron, los mataron o simplemente se salieron”. Él ha sido testigo de los momentos más atroces de la violencia pero también de la resurrección de su pueblo: nunca quiso dejar San Carlos. “Varias veces pensé en desplazarme pero yo siempre he sido de campo y me daba miedo la ciudad”, me confiesa, “como dice mi suegra: nosotros no debemos nada y si nos van a matar, aquí nos morimos”. Sin embargo, tres de sus hermanos se fueron a Medellín por miedo y juraron no regresar. La familia del comandante –después de todo– es un espejo de las familias sancarlitanas: a unos les ganó el miedo y se fueron, otros se quedaron pero no dejaron de temer. A comienzos de 2000 San Carlos fue un pueblo fantasma: lo abandonó, aproximadamente, el 80 % de su población.

Aunque los bomberos aspiraban ser neutrales en el conflicto, nunca estuvieron exentos de las imposiciones y amenazas de los grupos armados. “Nosotros teníamos una bandera blanca que se la colgábamos a la volqueta para que no nos fueran a confundir con el ejército”, explica mientras me enseña una bandera de satín blanca que tiene grabada el escudo de los bomberos. Sin embargo, sus intentos por estar fuera del conflicto no constituían un fuero inviolable:

«La guerrilla nos tendió una trampa para matar a Guarín y Mejía, dos de nuestros compañeros– me cuenta y se le agudiza la voz. Arnoldo hace un esfuerzo para comprimir las lágrimas, toma una bocanada de aire y continúa con el relato. “Nos llamaron para que recogiéramos un cadáver en la vereda Puerto Rico y cuando estábamos llegando salió la guerrilla y paró el carro. Eran dos hombres y una mujer: todos estaban encapuchados. Entonces, nos bajaron y dijeron: ‘sigan por lo que van y estos dos se quedan. Cuando vuelvan, ahí van a estar.’ Y sí. Cuando bajamos ahí estaban, pero muertos. Yo no lo podía creer: pensaba que estaba soñando” me dice entre sollozos.

Tanto para Arnoldo como para Jesús, encontrar sin vida a dos de sus compañeros, fue un golpe inolvidable. No obstante, cada cadáver era un duelo. Para ellos, recoger a los muertos nunca se redujo a la tarea mecánica de rescatar un pilar de cuerpos anónimos y abandonados. En San Carlos –como en los demás pueblos que han vivido la violencia- recoger un cadáver es hallar en el suelo al hijo del vecino, al dueño de la tienda o aquel que se sentaba todos los viernes en la plaza. “Una vez me tocó recoger 4 hombres que llevaban tirados ocho días y ya estaban en descomposición. El olor era nauseabundo, se veía la gusanera y lo más impresionante era que al agarrarlos te llevabas el pedazo de piel. A todos tuve que meterlos en el carro, pero me quedó marcada la imagen porque parecían sardinas empacadas. Todos eran hombres del comercio”.

El cuartel de los bomberos está ubicado cerca de la plaza central, en una calle como todas las de San Carlos: rodeada de casitas blancas que se distinguen únicamente por los colores de sus puertas y sus cenefas. En medio de la uniformidad, la casa de los bomberos sobresale no sólo por la magnitud de sus puertas de reja sino por su color azul cielo. Al entrar, el visitante se topa con un garaje donde están parqueadas varias motos y una camioneta blanca marcada con el escudo de los bomberos. Más adelante hay un salón donde cuelgan cascos, mangueras, camillas, escaleras, un traje a prueba de llamas junto con los utensilios básicos que un bombero debe tener. Las paredes están atiborradas de diplomas que certifican que tanto Arnoldo como Jesús han hecho el curso básico de bomberos, el de incendios forestales, el de primeros auxilios, el de minas anti-persona, entre otros. “Aquí había que saber de minas porque esto fue un territorio muy minado y nosotros entrábamos a cualquier vereda”, me cuenta Arnoldo, “muchas veces las FARC minaba el territorio alrededor de los cadáveres para que explotara antes de que lo recuperáramos”.

Le pregunto cuándo fue la vez que sintió más miedo. Arnoldo empieza a contarme su anécdota y se derrumba. De repente, con la mano apoyada en la mesa se coge la frente y llora. En plena catarsis, su relato se vuelve incomprensible. En este pueblo que hoy parece alegre y tranquilo, los vestigios de la violencia siguen como heridas que nunca cicatrizan por completo.

–Hubo una semana muy violenta en la que los Paras descabezaron como a 20 en tres días. Una noche vino alguien a avisarnos que había un joven que seguía vivo. Le pregunté que por qué no había hecho algo y respondió: ‘me da miedo’”.

Se le quiebra la voz. La escena se ha anclado en su memoria: no puede contarla sin revivirla.

–En ese momento la vida de esa persona dependía de mí. Entonces reuní a los muchachos y les dije: ‘hay una persona viva, amarrada, como que está degollada. ¿Vamos por ella? Es arriesgar nuestra vida’. Pero todos dijeron que sí y fuimos. Cuando llegamos encontramos al joven con el cuello medio cortado, desangrándose. ¡Lo habían dejado amarrado para que se muriera lentamente! Como no teníamos cómo llevarlo lo echamos en una camilla, tratamos de estabilizarlo y lo llevamos al hospital. Pero conclusión, le salvamos la vida. –me dice para finalizar su historia heroica, –Una hora más tarde, me llamaron a preguntar que por qué lo había hecho. Yo les respondí que cuando hice el juramento de bomberos me comprometí a dar la vida por los demás. ‘Pero vos también te podés morir maricón’, me dijeron. Nunca me hicieron nada.

En el cuartel de los bomberos el silencio lo interrumpe una canción de salsa que están disfrutando en alguna casa cercana: “Me duele tanto, debo aceptarlo. Cómo me duele esta soledad: sin tu cariño, sin tus caricias y sin tus besos. ¡Me duele!”. De repente, Quintero hace un gesto como si se acordara de algo y se va. Un minuto después regresa con un montón de libros viejos, un poco empolvados pero en perfecto estado: “en estos libros llevábamos el registro de los cadáveres que recogíamos”. Según el comandante, a finales de 1990 y comienzos de 2000 registraron aproximadamente 800 muertos. Ojeo los libros, en ellos está contenido el último trazo de muchos sancarlitanos, la última huella dejada en vida: “Junio 21/99: se recuperaron 2 cuerpos en la vereda de Santa Isabel. Hora de salida: 9 am. Hora de regreso: 4 pm. Participaron: Jesús Montolla, Carlos Guarín, José Calderón, Arnoldo Quintero”; “Julio 19/99 Recuperación de un cadaber en la vereda Campo Alegre. Cadaber Martín Correa. Hora de salida: 10 am. Hora de regreso: 11:30 am”. Según el registro, la última muerte por violencia ocurrió el 12 de marzo de 2012

Mientras revisábamos el archivo histórico, apareció la esposa de Arnoldo Quintero que venía a visitarlo. Jenny fue su compañera durante la época de la violencia y hoy en día es la madre de su hija. Con ella, Quintero compartía el silencio, no tenía que contarle los horrores de la guerra para encontrar una complicidad tácita. “Para él, recoger muertos era muy duro porque era muy ascoso. A veces duraba varios días sin comer”. El comandante me cuenta que en esa época tenían como terapia jugar juegos de mesa después de cada misión. Mientras se concentraban en que las fichas del parqués llegaran al cielo, iban olvidando –o por lo menos enterrando en los confines de la memoria– todo lo que habían visto y oído durante el día. Arnoldo y Jenny parecen felices –o por lo menos tranquilos– a pesar de lo que vivieron y lo que les falta por superar. “¡No me arrepiento de nada!”, reflexiona Arnoldo, “el conflicto me enseñó a apreciar la vida: a saber que tiene un valor”.

Le pregunto por el futuro del municipio y responde: “San Carlos se va a convertir en un pueblo turístico. La gente lo va a admirar por la capacidad que tuvo de recuperarse de un conflicto armado”. El comandante sonríe, pierde el semblante serio y en un tono jovial me confiesa: “mientras no haya violencia este es el paraíso en la tierra. Yo, por ejemplo, me voy los fines de semana con mi familia a un charco y me relajo todo el día”. Lo miro con asombro: Arnoldo es un hombre común que tuvo que volverse extraordinario por la necesidad de la guerra. Nunca apagó incendios: salvó vidas. Le dio luz a una comunidad oscurecida por la tragedia.

Esa tarde salí de la casita azul y pensé que algún día esos hombres que recogían «cadaberes» no lo harían más. Que dejarían de ser héroes de la guerra para ser héroes de un municipio. Que apagarían incendios forestales, atenderían partos y auxiliarían a los heridos de un ataque de abejas africanas. Que algún día próximo serían lo que nunca pudieron ser: un cuerpo de BOMBEROS.

*Carolina García (@carogarcia1606) es estudiante de derecho de la Universidad de los Andes, periodista de la Silla Vacía y colaboradora de Cerosetenta. Además, realizó la opción en periodismo del CEPER. Este reportaje se hizo con la colaboración del Centro de Memoria Histórica.

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Carolina García Arbeláez


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