Bien pueda, aplauda cuando quiera

¿Se ha sentido con muchas ganas de aplaudir, en conciertos de música clásica, pero a su alrededor nadie lo hace? Tranquilo, usted no es el único.

por

Laura Galindo M.


17.04.2015

Foto: Penn State @ Flickr

No hay regla más absurda que aquella que prohíbe al público aplaudir donde se le dé la gana en los conciertos de música clásica. Con tantas etiquetas, el papel de quienes se sientan frente al escenario se ha ido complejizando hasta rayar en el ridículo y el público se ha convertido en una masa de siluetas inertes que luchan por mimetizarse con las sillas. No aplauda, no comente, no lea el programa de mano, no pase las hojas, no tosa, no estornude, no respire: no exista.

En el 2º Festival internacional de música, Bogotá es Mozart, el público rompió con los protocolos y decidió existir. Mientras Lucas Macías Navarro, el oboísta español consentido del director Claudio Abbado tocaba el cuarteto K 370 en Fa mayor, los asistentes acabaron con el silencio incómodo del Teatro Colón y estallaron en aplausos al final de cada movimiento. No fue cosa de una sola vez. Le pasó también a Guy Braunstein y a Lars Vogt tocando sonatas para violín y piano en el Teatro Mayor; al violinista Benjamin Schmid con su Sonata K 481 en Mi bemol Mayor, y a Stefan Vladar en sus tres sonatas para piano.

De la regla se sabe que surgió durante el romanticismo pero nadie se pone de acuerdo cómo. Unos culpan a Wagner, quien para no dañar el efecto de su música pidió a los actores de Parsifal no salir al escenario terminado el segundo acto. Los asistentes, confundidos, asumieron que no debían aplaudir y la excepción comenzó a hacerse rutina. Otros culpan a Europa Central, que sobre el año 1900 consolidaba una serie de prohibiciones en sus salas de conciertos. La arquitectura debía ser más sobria, los intérpretes más serios, la luz más tenue, los aplausos menos sonoros, más moderados y solo al terminar las obras.

La invitación entonces, es a existir en los conciertos

Hoy resulta una ofensa aplaudir donde no se debe, como si fuera posible asignarle al público un lugar específico para conmoverse, como si después de la doble barra, hubiera un signo indicando “aplausos” en cada partitura. ¿Por qué no hacerlo después de una línea difícil para el intérprete, al terminar una sección emotiva o al escuchar los primeros compases de un movimiento famoso? ¿Quién puede asegurar que saber escuchar es quedarse inmóvil y petrificado mientras suena la música?

Durante el clasicismo y hasta comienzos del siglo XIX los aplausos del público eran una especie de Ibope que medía el rating de las obras. Brahms supo que su primer concierto para piano no iba bien cuando la sala se mantuvo en silencio durante los dos primeros movimientos, y Tchaikovski entendió que su sinfonía Patética no había capturado a los asistentes cuando recibió un aplauso frío y casi por cortesía al terminar el movimiento final.

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Mozart, por su parte, imaginaba el aplauso mientras componía. En una de las cartas a su padre cuenta orgulloso como el público se extasió y dejó salir uno muy largo justo donde él lo esperaba. La invitación, entonces, es a existir en los conciertos. A no sentarse tensos y nerviosos en las sillas, procurando moverse poco y aterrorizados bajo la idea de quedar como ignorantes. A sentir, a respirar y a dejar que el público aplauda donde bien le parezca, seguro que es ahí donde hay que hacerlo.

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