Banalidad del uribismo y banalidad del academicismo

Banalidad del uribismo: en respuesta a las condenas de María del Pilar Hurtado y Bernardo Moreno, funcionarios del Gobierno Uribe, el antes presidente y ahora Senador Álvaro Uribe trinó: “Qué tristeza que a Bernardo Moreno y a María del Pilar Hurtado los condenen por cumplir el deber”.

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Lucas Ospina


06.05.2015

Trino

Banalidad del uribismo: en respuesta a las condenas de María del Pilar Hurtado y Bernardo Moreno, funcionarios del Gobierno Uribe, el antes presidente y ahora Senador Álvaro Uribe trinó: “Qué tristeza que a Bernardo Moreno y a María del Pilar Hurtado los condenen por cumplir el deber”.

Ese “cumplir el deber” trae a la mente el ensayo Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, de Hanna Arendt, donde la escritora recuerda el truco que usaba Heinrich Luitpold Himmler, comandante en jefe de la policía y más tarde Ministro de Interior del Tercer Reich, para “eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico.” Himmler buscaba invertir la dirección de los instintos y señalaba que “los asesinos, en vez de decir: «¡Qué horrible es lo que hago a los demás!”, debían decir «¡Qué horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!».

A Moreno, Hurtado et al., no se les juzga por asesinos, su caso solo se trataría de un intento de “asesinato de reputación”, hechos varios en que estos y otros funcionarios ordenaron actos ilegales de escuchas, intercepciones, seguimientos y montajes a altos miembros de la justicia y figuras de la oposición política durante el ochenio del Gobierno Uribe. Hay un margen para pensar que estos y otros funcionales funcionarios, ante el carácter ilegal que les exigía la demanda de satisfacer a un orden superior, podrían haber dicho: «¡Qué horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!».

Claro, todo esto no es tan simple, el ensayo de Arendt parte de la figura de Otto Adolf Eichmann, uno de los más destacados y funcionales funcionarios del régimen nazi para administrar la “cuestión judía”, quien fue objeto de juicio en Israel. Arendt, enviada por la Revista New Yorker para hacer una crónica de largo aliento del proceso judicial, terminó escribiendo un largo ensayo que esa publicación periodística de difusión masiva se aventuró a editar y publicar.

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A Arendt la imagen del “individuo Eichmann” no le cuadra con el monstruo descrito por los reportes de prensa. Al contrario, ella encuentra a un ser pasmado que ni siquiera recita con certeza los mantras del condicionamiento pavloviano de Himmler, sino que regresa una y otra vez a la condición básica y simple de un burócrata maleable que obedeció órdenes con gran celo y eficiencia de acuerdo a las pautas de una agenda tan ideológica como administrativa. Para describir el clima y la actuación de estas personas bajo este estado de cosas Arendt recurrió a una certera expresión: «banalidad del mal».

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Banalidad del academicismo: El fracaso de la comisión histórica del conflicto es el título de la última columna de León Valencia en la Revista Semana. El escritor dice en la primera línea de su crítica: “No quería escribir esta columna”. Y es claro porqué no quiere hacerlo. No es fácil criticar a algunos de sus colegas, menos en público y en tan pocos caracteres. Valencia comunica que la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, designada por el gobierno nacional y las FARC en los diálogos de paz de La Habana, produjo “un informe inane.” Valencia señala que ha leído y releído el documento de 800 páginas y esperado alguna reacción de alguno de los responsables del conflicto, pero que esta situación no ha llegado porque el informe “no toca a nadie, porque nadie se siente aludido. No se sienten aludidas las guerrillas, ni las elites políticas con sus aliados paramilitares, ni los militares, ni los empresarios, nadie. Porque la fuerza de un informe de esta naturaleza reside en los acuerdos establecidos, en las definiciones colectivas. En cambio los 14 ensayos dan para todo y para todos. En unos las elites políticas salvan sus responsabilidades, en otros las guerrillas, en otros los militares, en otros los empresarios. Cada quien puede escoger el que más le convenga.”

Valencia cierra así su columna periodística: “Y déjenme decir una cosa drástica. En el esclarecimiento de las responsabilidades y en la aceptación de ellas por parte de los implicados reside el futuro de la paz y la reconciliación. Ahora se discute sobre cárcel o no cárcel para las FARC. Pues bien, los militares, los políticos, los empresarios, todos a una, piden cárcel. Otra cosa dirían si también estuviesen en el banquillo de los acusados. Pongamos el caso más notorio. El de Álvaro Uribe Vélez. Solo cuando reconozca su responsabilidad en este conflicto será más magnánimo con sus enemigos y aceptará por fin un camino hacia la reconciliación.”

Es claro que Uribe, como lo prueba el desparpajo de su trino y su triste tristeza, no reconocerá responsabilidad alguna, para él todo cabe en un “cumplir el deber” que ni siquiera lo incrimina pues su agenda parece dictada por un mandato divino. Esta es una fórmula similar a la que emiten las FARC cuando, desde una orilla opuesta en geografía pero simétrica a la evasiva del uribismo, el grupo guerrillero y franquicia criminal enfrenta el mismo dilema de asumir responsabilidades.

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La banalidad no solo parece ser la de toda una suerte de funcionarios guerreristas que bajo el mandato bélico han actuado con celo y eficiencia para mantener un estado de excepción, por más legal o ilegal y justas o injustas que sean las causas que lo hayan producido, sino que se extiende a gran parte del cuerpo académico que es muy capaz de producir artículos, revistas indexadas, publicaciones, foros e investigaciones pero que, como dice Valencia, en este caso ha sido incapaz de cumplir con la tarea encomendada. Esta comisión podría ser un preámbulo para vaticinar la acción y reacción que generaran los informes de la “comisión de la verdad” que trabajará a partir de los insumos de la comisión previa.

El material presentado está lejos de causar el efecto telúrico que tuvo La violencia en Colombia, ese libro valiente escrito hace más de cincuenta años por un sociólogo protestante, un abogado liberal y un cura —Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y Germán Guzmán—, o estar cerca siquiera a la inquietud de Guerras recicladas, el libro de María Teresa Ronderos, publicado el año pasado, sobre cómo el paramilitarismo se tomó, dominó y hasta ganó la guerra en Colombia.

Lo dicho por Valencia no será del agrado de todos, la brevedad cicatera de su crítica parcial puede ser inversamente proporcional al carácter polifónico, variado y metódico del informe general de los 2 relatores y de los 12 textos en cuestión pero, al menos, en su postura académica este informe puede recibir la misma crítica indirecta que generó el ensayo de Arendt.

El ensayo Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal no solo indaga sobre la perversidad de los malvados sino sobre los tipos de indiferencia de los buenos y pone en evidencia las falencias de la inteligencia de los inteligentes. Arendt usó el espacio y tiempo de su cátedra universitaria para pensar y confrontar su texto, pero también para reconocer los peligros del academismo: la incapacidad de comunicarse con alguien más que no sean los pares académicos de una comunidad autocontenida, condescendiente, que habita una burbuja donde reina el lenguaje ilustrado, los hábitos y rencillas cancillerescas, la férrea administración de la rutina ensimismada de las clases y los protocolos jerárquicos.

Gran parte de los académicos temen caer en una forma de periodismo especializado, así que bajo la toga y el birrete del conocimiento factual y el aporte escolarizado se adentran en la torre de marfil tan propia del intelectual universitario. Y si bien esa es una de las finalidades de la universidad —ser un estado de excepción para las ideas, manejar otros ritmos, otros tiempos— el peligro de dedicarse cada uno por su lado a producir con celo y eficiencia investigaciones y material indexado para la posguerra o posconflicto, es terminar multiplicando material inane a partir de la cantera inagotable de la retórica diferida de la guerra y el conflicto.

Arendt, en su momento, se alejó de cumplir con un deber ser casi instituido de congelarse y pensar en frío, proyectar una investigación a lustros y décadas, buscar aprobación, doctorizarse y seguir las metodologías doctorales, pasar por la burocracia del proceso de pares, publicar en revistas y editoriales académicas y finalmente buscar el reconocimiento académico en los resultados de los índices de citación académica de otros académicos para sumar esa cifra académica y otros indicadores académicos a la hoja de vida académica y darle legitimidad académica.

Arendt supo apartarse de esa endogamia políticamente correcta, se salió del corral universitario donde pastorea y se ordeña el pensamiento: se la jugó y se puso en juego. Sus jugadas casi terminan por excluirla del mismo lugar que le ayudó a pensar sus ideas, la academia, un espacio donde si bien hoy se usan sus textos como sustento, son pocos los que se atreven a pensar con libertad y a jugársela en lo público.

«¿Se siente usted tan obligada para con un conocimiento obtenido en su especulación político-filosófica o en el análisis sociológico que considera una obligación publicarlo?» > http://youtu.be/WDovm3A1wI4?t=55m47s

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