Ausentes siempre presentes

Para las familias con desaparecidos decisiones sencillas se han convertido en un dilema: ¿Soy todavía una madre? ¿Dejamos su ropa intacta en el clóset? Pero la pregunta que abarcaría todas las demás es: ¿renuncio o aguardo?

por

Manuela Molina Cruz


08.04.2015

Foto: Colectivo desde el 12 @ Flickr

Diana tenía 22 años y un cuerpo esbelto para haber estado embarazada hacía solo tres años. De ojos grandes y expresivos. Con el pelo negro a la altura de los hombros, apenas para taparle el tatuaje del lado derecho de su espalda: un hada sentada sobre una rosa. Así la recuerda Zoila Marín –su tía– el último día que la vio en una fiesta de 15 años de una prima. Así la recuerda hoy, 36 meses después, ayudada por la foto que sigue pegando en los postes, que acomoda en los parabrisas de los carros, que deja debajo de las puertas de los locales y casas. Una foto de su sobrina acompañada de lo que sería para toda su familia una sentencia:

 

“DIANA MAYERLY MARÍN ARANGO DESAPARECIDA EL 13 DE NOVIEMBRE DEL 2011 EN SOACHA CUNDINAMARCA, BARRIO COMPARTIR”

 

En el centro comercial Laguna de la localidad de Suba, noroccidende de Bogotá, está su salón de belleza “Zomara”. Allí, Zoila Marín acomoda los cepillos y peinillas mientras le da tiempo a la clienta que viene retrasada. El local, de no más de 4×5 metros, tiene el espacio suficiente para que quepan dos sillas frente a sus respectivos espejos y una mesa de manicure. Nadie más la acompaña, ella está a cargo. De unos 50 años, que haciéndole honor a su oficio no los aparenta, viste de manera informal. Es una mujer hermosa a pesar de las arrugas que ya empiezan reventarle cerca de la cien y los ojos caídos por tanto peso.

“El 13 de cada mes yo monto una publicación en el Face”, explica, “usted sabe, por si de pronto de algún lado lo puede llegar a leer”. Así, un muro virtual es el medio que encontró Zoila para comunicarse con su sobrina. Comunicados de los que nunca recibe respuesta, pero de los que no sabe si del otro lado alguien los lee. “Usted sabe que los hombres son tan desapegados a las cosas. El hermano y el marido de ella se desentendieron y la mamá no vive en Bogotá y se ha dedicado a la oración” –me dice, para explicar porqué es ella quien lidera la búsqueda de su sobrina–­.

Como no es un personaje conocido ella es solo una desaparecida más

Llega la clienta, son las 4 de la tarde. La anciana de unos 70 años está acompañada de su nieta, una adolecente. Viene a que le hagan los rulos. “No hay día que me levante y no me pregunte dónde está”, dice Zoila mientras le indica a su clienta dónde sentarse y saca de un balde rojo una montaña de tubos de colores. Con una peinilla delgada va separando mechones delgados del pelo grisáceo que envuelve en un plástico y luego enrolla en un tubo que amarra con un caucho. Uno a uno, lentamente, con la paciencia de 3 años de espera.

“Sinceramente hace 6 meses que me desvinculé de Asfaddes porque he tenido mucho trabajo, es que la vida sigue ¿me entiende?” –hace una pausa- “pero tengo que retomar el contacto e ir al Gaula”, replica casi como disculpándose por la primera intervención. La anciana de los rulos y las tres personas que esperan un corte o tal vez un cepillado escuchan con atención.

Diana Mayerly Marín trabajaba en un asadero de pollos en el momento en que desapareció y le habían hecho un préstamo un par de meses antes. Esas son las únicas piezas del rompecabezas. En Soacha, tres años antes surgió el escandalo de los 19, mal llamados, falsos positivos. En el 2011, por la misma fecha de la desaparición de Diana, 3 niñas más se habían perdido. Solo apareció una, violada y descuartizada en Bosa. “Y la gente todavía me dice que ella se desapareció por gusto, que se voló por salirse de algún enredo”, comenta Zoila.

***

 

 

“Conocí tantos casos de tantas personas con desaparecidos que me di cuenta que nosotros éramos solo una familia más entre millones”

 

Dos hombres han envuelto un cuerpo en una tela y lo cargan como si lo llevaran en una hamaca. Otros dos hombres llevan sobre sus hombros un palo del que cuelga un cuerpo amarrado de las manos y pies. Estos hombres representados en los columbarios del Cementerio Central de Bogotá son la obra de Beatriz González y Doris Salcedo que decidieron, sobre las lápidas, narrar la forma como los cuerpos se recogen en este país de violencia. Así, en las 4.000 bóvedas vacías desde el 2005 las artistas recuerdan que hay millones de cuerpos perdidos, sin enterrar, que nadie rezó, arrastrados por un victimario que escondió en un monte, río, matorral. Estas lápidas vacías guardan el aura de los desaparecidos, el aura de Diana Mayerly Marín Arango.

Al lado de estos columbarios está el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, perteneciente al distrito y abierto al público desde el 2013 como un monumento para la reparación simbólica. En el camino de cemento que de los columbarios conduce al monumento la hierba crecida lo cubre todo, luchando por borrar toda huella de un camino. Isaboth Cortez, guía del Centro de Memoria, explica: “En este espacio queremos que las personas recuerden lo que ha quedado suprimido en su memoria por el trauma. Combatir el olvido. Romper el silencio”. Podar la hierba.

En la sala de exposiciones del Centro de Memoria hay un tanque de agua con la pertenencia de algún desaparecido en el fondo. Una zapato, una cartera, una correa, una camiseta, cualquier prenda que no alcanzó a descomponerse con el cuerpo. Bajo el título “El rio de las tumbas”, esta obra de arte nos recuerda que los ríos en Colombia son repositorio de cadáveres. Que a los cuerpos les sacan los intestinos y los llenan de piedras para que lleguen al fondo. Que los cuerpos los despedazan antes de tirarlos para que las pirañas se los puedan comer más fácil. Que si llegáramos al fondo del río Magdalena, Cauca, Caquetá, Putumayo o Guaviare encontraríamos, ya no cuerpos -hemos llegado muy tarde- pero sí miles de zapatos, carteras, correas, camisetas, cualquier prenda.

 

– “Si quiere que le confiese, yo en este punto solo espero que aparezca un cadáver, que nos den algo que enterrar”, dice Zoila.

 

Lida Marín, la mamá de Diana Mayerly, pasa al teléfono desde Cali. Zoila, su hermana, ha concertado la llamada. Su voz serena empieza a contar una historia que repite como de memoria. Le pregunto por las pertenencias de Diana, las que quedaron bajo techo. Me explica que todas están guardadas en cajas, intactas para cuando ella vuelva. “Es que yo sé que ella está viva y sana”. Para Lidia un entierro simbólico o declarar la muerte presunta son cuestiones que jamás se le han cruzado por la mente. ¿Enterrar qué? Aquí nadie se ha muerto, aquí solo hay desaparecidos. Después de algunos minutos en el teléfono su voz empieza a quebrarse. Rompe en llanto. Me habla de la fe, de la devoción a Dios, de cómo ser cristiana la ha mantenido a flote, sobreviviendo. “Señor es tu hija y tú sabrás cuándo me la vas a regresar”–dice– como repitiendo una plegaria diaria.

 

***

 

El 27 de agosto de 2013, en la plaza de Bolívar, se reunieron los familiares de los desaparecidos cada uno cargando la foto de su hijo, hija, esposo, padre, hermano. Entre esos estaba Zoila con la foto de Diana Mayerly. Invitada por Asfaddes, durante todo un día se mantuvo de pie, entre miles de familias, sosteniendo bien alta la foto de su sobrina. La prensa los rodeaba, como si estuvieran transmitiendo un circo, como si no se hubieran enterado de los desaparecidos desde 1977.  “Como no es un personaje conocido ella es solo una desaparecida más”, asegura Zoila.

El primer caso reportado de desaparición forzada en Colombia fue el 9 de septiembre de 1977 cuando el Estado detiene y desaparece a la bacterióloga Omaira Montoya Henao. Sin embargo, el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (Sirdec) cuenta con un registro de desapariciones desde 1919. A pesar de este registro, todas las desapariciones forzadas ocurridas antes del año 2000 no se contabilizaron formalmente, pues el delito no estaba tipificado. Esto indica que, aunque se prohibía la desaparición de personas desde la constitución de 1991, todo crimen de desaparición que no clasificara dentro del delito de secuestro, simplemente, se cerraba. Solo hasta el año 2000 mediante la Ley 589 –y después que seis proyectos de ley fracasaran– se logra la tipificación del delito de «Desaparición forzada».

Según el Centro de Memoria Histórica, “con la información disponible actualmente en el país, tanto en fuentes oficiales como no oficiales, resulta imposible construir una cifra, ni siquiera aproximada, sobre la real magnitud, intensidad, frecuencia o tasa de presentación de la desaparición forzada”. Aún así, habiendo hecho esta salvedad, se estima que entre los años 1970 a 2014 se han presentado 78.319 desapariciones. Zoila tenía razón, Diana Mayerly es solo una desaparecida entre 78.318 más (de los que se conocen).

 

***

 

Al día siguiente que Diana se perdió empezaron a poner carteles por todo Soacha. Carteles que al amanecer ya no estaban. Alguien se daba a la tarea de quitarlos, uno a uno, toda la noche. “En Soacha nunca ha habido apoyo”, recalca Zoila. Los policías no les recibieron la denuncia inicialmente porque Diana se había desaparecido un fin de semana festivo, y aseguraban que andaba por ahí de fiesta. El siguiente jueves regresaron a poner la denuncia, cuando ya la fiesta no podía haberse alargado tanto, e igual no se las recibieron porque no tenían fotocopia de su cédula. “La cédula estaba igual de perdida que ella, pero ellos no entendían eso”, dice Zoila.

Hace un año recibieron una llamada. La única luz de esperanza que han tenido. No la llamaron a ella, pero sí a un buen amigo de la familia. Le preguntaron que cómo estaba Lidia, la madre de Diana. Cuando el amigo le preguntó para qué querían saber, la persona detrás del auricular respondió que «Diana necesitaba saber de su mamá, que ella estaba en Granada Meta y que no podía regresar». Nunca pudieron rastrear la llamada. Nunca recibieron otra llamada. No se trató de una pista. Solo aumentó la incertidumbre, la angustia, la espera.

Zoila confiesa que fueron donde un brujo a que les leyera el tabaco y las cartas. Él les dijo que Diana estaba con la guerrilla, reclutada. Después fueron donde una vidente, que les aseguró que estaba prostituida en un bar en los altos de Cazucá. Ni el bar apareció ni se la había llevado la guerrilla. “A lo que lleva el desespero”, dice apenada. “Esa gente se aprovecha del dolor y de la agonía, la vuelven negocio”, agrega.

Cuando le pregunto a Zoila dónde cree que pueda estar Diana me responde: “Yo creo que pudo ser víctima de la trata de blancas. Se la pudieron llevar fuera del país y por eso hay esperanzas de que vuelva, que algún día la dejen regresar”. Después de un largo silencio, como corrigiendo lo que acaba de decir, opta por responder:

 

– “Solo Dios sabe dónde está esa muchacha”.

 

*Esta crónica se realizó en el marco de la clase Crónicas y reportajes de la Opción en periodismo del Ceper.

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Manuela Molina Cruz


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