Así funciona el tráfico de animales en Colombia

Arañas, boas y micos llagan a las ciudades en cajas de cartón, tubos de PVC y frascos de comida. Recorrido por las entrañas de un negocio de coleccionistas y traficantes.

por

Carolina García Arbeláez


10.09.2012

La culebra estornudó con fuerza y expulsó un líquido pegajoso. En ese momento supo que las culebras también se enferman de gripa. Nicolás nunca olvida esos detalles pues para él sus animales son lo más importante. A lo largo de sus 23 años ha tenido como mascotas a dragones barbudos, tarántulas, culebras, camaleones, un tigrillo e inclusive un cocodrilo. Ama a los animales pero su verdadera pasión son los reptiles. Su primera mascota fue una iguana que le regalaron a sus ocho años.

Dos años más tarde  ocurrió algo que le cambió la vida. Estando en el club Payandé en Villeta, un caddie de golf que sabía su interés por estos animales le trajo una boa constrictor de cola roja en una caja de cartón. Cuando Nicolás la vio no dudó un segundo en comprarla: le pagó 20 mil pesos al caddie y se la llevó a su casa sin saber qué hacer con ella. ¿Qué diría su familia? Duró una semana con la culebra metida en una caja debajo de su cama. “Un día mi mama se dio cuenta y se enloqueció, empezó a gritar por toda la casa porque, claro, no sabía nada de las boas y lo primero qué pensó es que eran venenosas», cuenta Nicolás. «Esa es la primera reacción que tiene todo el mundo”.

Después de muchas peleas Petra sigue viviendo en la casa. Hoy tiene 12 años. No es una mascota cualquiera pues no lo reconoce como su dueño, no tiene ninguna manifestación de cariño, sólo ha dejado de verlo como una amenaza. Aún así, Nicolás siempre está pendiente de ella. Cuando lo visité en su casa, Nicolás se enrroscó la serpiente con naturalidad. Acariciar una culebra de más de 2 metros es para él como consentirle la barbilla a un Poodle. Le pregunto si alguna vez lo ha mordido y me responde que sí, que aproximadamente 5 veces pero que esto sucede en casos muy excepcionales. “La última vez que me mordió fue hace un mes y medio porque se le fundió un bombillo de la guarida”, me confiesa Nicolás “se estresan mucho cuando no tienen calor o cuando se les quita cualquier elemento de su ambiente.”

Le miro sus brazos tratando de buscar alguna cicatriz, alguna huella de sus mordeduras pero me explica que aún cuando la boa tiene más de 200 dientes estos son de cartílago, muy pequeños, y no son rectos sino reclinados hacia atrás. La mordida sólo se siente como un rasguño fuerte. Coge a Petra y se la vuelve a enroscar. Esta vez la sujeta por las mandíbulas y le abre la boca para mostrarme sus dientes. La culebra no se resiste. Parece inverosímil ver al animal tan indiferente.

Nicolás es delgado pero con semblante de deportista, sus facciones son  finas y su rostro es amable. “¿Quieres colgártela?”, me pregunta. Suavemente me la pone en el cuello y todos mis músculos se tensionan. La culebra no para de moverse. “Nada te va a pasar, las boas sólo estrangulan a lo que se pueden comer”, me afirma en un tono tranquilizador. Le pido que me la quite. La pone sobre la cama y Petra se mete debajo de las cobijas. Siempre busca estar escondida.

“Es un animal incomprensible, me parece muy interesante, no sabes qué va a pasar, no te reconoce, no te habla. Es un animal demasiado prehistórico. Ha sobrevivido a todos los cambios climáticos” me dice con admiración. Pero no todo el mundo ve lo mismo que él cuando se trata de culebras y son pocos los que entienden su pasión.  “A ninguna de las novias que he tenido le han gustado las boas, las detestan y no se acostumbran a que las tenga”, se queja. Caso contrario es el de su familia que después de ver a Petra durante 12 años ya se ha acostumbrado. Ha pasado tanto tiempo que sus papás se han vuelto alcahuetas. Le permiten traer lo que quiera con tal de que se encargue de cuidarlo. Un día su amigo Andrés Merizalde, que trabaja en un zoocriadero, le regaló un huevo de cocodrilo y una incubadora. El cocodrilo nació en su casa en Bogotá.

–Los dos primeros meses lo tuve en la tina de mi baño y le daba pescaditos guppies. A mi familia le encantó porque cuando era chiquitico era divino. Le construimos un corral en mi finca donde había un lago natural. Se adaptó inmediatamente.

–¿Y quién se encarga de él?

–Yo voy cada 15 días y le hecho pescados, especialmente mojarra, a veces le tiro carne cruda al lado.

–¿Es muy grande?

–Pues esta especie es del Orinoco y puede llegar a crecer 6 o 7 metros. Pero como en la Mesa el clima es más frío come menos y por eso, tiene una tasa de crecimiento más baja. Ahorita mide 1, 60m porque sólo tiene 4 años.

Pero la aprobación de la gente no ha sido tan afortunada como la de su familia. “Hay quienes no entienden que no todos queremos tener un perro o un gato de mascota” dice.

– Hace algunos años mi hermana hizo una fiesta en la casa justo en el día que iba alimentar a mis boas. Unas niñas se enteraron y me dijeron que querían ver cómo las alimentaba. El problema es que mucha gente se intriga pero no son conscientes que van a presenciar un escena fuerte.

–¿Por qué fuerte?

–La boa coge al conejo y lo estrangula. El conejo llora y le sale sangre. Hay veces que se le salen los ojos por la presión.

–¿Y qué pasó después?

–Las niñas salieron corriendo y gritando. Después me enteré que había gente diciendo que yo era medio satánico, que no tenía corazón, que era un asesino. Decían que yo tenía culebras y que hacía rituales sacrificando animales. ¡Sacrificándolos! La gente es tan ignorante que no entiende que yo sólo estoy reproduciendo la cadena alimenticia. Tengo culebras y me toca alimentarlas.

Petra vive en un acuario con piedras y con el piso cubierto de aserrín. Hay una vasija con agua y una cueva. Petra no lo sabe pero no esta sola, hay un acuario contiguo donde enroscada en unas ramas se camufla una boa esmeralda del amazonas. Su piel es verde intenso adornado con rayas blancas. Nicolás compró esta nueva mascota hace 6 meses en una veterinaria llamada El Rancho donde venden animales silvestres o exóticos criados en cautiverio en Estados Unidos.

Actualmente sólo ella y Petra  acompañan a Nicolás en casa. Salvo el cocodrilo que tiene en su finca todos los demás animales que ha tenido los ha ido vendiendo o liberando porque requieren de mucha atención o son difíciles de mantener. “A las tarántulas las solté en mi finca porque al vivir en cautiverio se estresan y pierden el pelo, y a los dragones barbudos no los pude seguir manteniendo al entrar a la universidad” dice Nicolás, “ellos necesitan que les dé insectos vivos todos días y ya no tenía el tiempo para alimentarlos”.

Para él las culebras son la mascota ideal porque son muy higiénicas y sólo hay que darles de comer una vez al mes. No obstante, adaptar un animal salvaje a la vida doméstica es un trabajo de tiempo completo. A Petra hay que darle un conejo vivo una vez al mes y en su terrario mantenerle una calefacción de 30ºC mientras que a la esmeralda por ser del Amazonas requiere de una humedad del 80 por ciento que se logra rociándola 5 veces al día.

–¿Alguna vez has tenido un incidente con estos animales? –le pregunto.

–Si, una vez Petra se me escapó por una semana. Como ya tenía mucha fuerza pudo abrir la tapa del acuario y se salió.

–¿Qué hiciste?

–Me quedé callado y cuando me preguntaron dije que se la había prestado a un amigo. No le conté a nadie pero no paré de buscarla. Estaba asustado pero finalmente la encontré debajo del sofá metida entre los resortes, ahí estuvo todo el tiempo. Petra estaba dichosa, fue lo más parecido que encontró a una cueva.

–¿Nunca se supo?

–Nunca.

Algunas personas pueden llevar su pasión al extremo y la pasión por las culebras no es la excepción. Traer a Colombia una pitón desde Estados Unidos, burlando las autoridades, parece una escena sacada de la ficción. Esta maniobra sólo se le ocurre o a un loco apasionado o al más tonto de los tontos. A sus 18 años Nicolás logró completar la hazaña. Mientras me cuenta la historia se ríe,  ahora no es más que una anécdota pero en su momento, dice que fue el peor miedo de su vida. Estaba en Miami con su familia y compró una pitón bola criada en cautiverio. Sin autorización para entrarla al país y con la compra ya hecha tenía 2 opciones: o la dejaba o la traía. La primera no la contempló.

–La pitón era muy pequeña. Entonces compré un estuche de gafas de tela y la metí ahí. Me puse el estuche el los pantalones y pase inmigración en el aeropuerto hasta llegar al avión. Fue terrible la culebra se movía muchísimo.

–¿Nadie la detectó?

–Nadie, yo sudaba del pánico. ¡Fui una mula de serpientes!

Esta vez tuvo suerte, pero no siempre ha sido así. Cuando Nicolás tuvo dragones barbudos, los reprodujo. Obtuvo 80 huevos pero sólo nacieron 60. Vendió los que pudo y los demás los regaló. Mantener a tantos resultaba caótico. Un día, de sorpresa le cayó la Policía Ambiental y le advirtió que el no podía tener esos animales. Si lo seguía haciendo habría consecuencias. Después de eso nunca lo ha vuelto a hacer pero dice que más adelante le gustaría poder tener un criadero y reproducir animales exóticos legalmente. “Ese es el mayor problema del tráfico de especies”, dice Nicolás.  “Mucha gente quiere estos animales y la única forma de tenerlos es ilegalmente, entonces los sacan de su hábitat para venderlos.” Nicolás reconoce que él mismo ha comprado animales en el mercado negro.

***

En una finca cerca al Orinoco una señora encontró un mico que había sido abandonado por su manada. Al verlo desprotegido lo adoptó pero sus perros lo mordieron y le destruyeron la cola. Sin saber qué hacer, la señora se lo entregó a Camilo, uno de los pocos amigos de Nicolás que comparte su afición. Así comenzó la historia de Mr. Jonson. Camilo tuvo que pagarle una cirugía para arreglarle la cola, llevarlo al veterinario y vigilar su alimentación. Terminó convertido en su madre putativa y por eso nunca pudo liberarlo. Sin embargo, Mr. Jonson fue su primer caso de rehabilitación, una actividad que ha venido haciendo sin autorización oficial desde hace 6 años. “Prefiero hacerlo yo mismo que entregárselos a las autoridades ambientales” denuncia Camilo,  “Ellos no saben nada, ni siquiera saben qué especies son las que incautan”. Camilo es un joven de mediana estatura, acuerpado, de pelo corto y castaño. Apenas se graduó del colegió se fue a Estados Unidos donde trabajó en un refugio de tigres, linces y cervales. Su aprendizaje ha sido principalmente empírico. Por sus manos han pasado ocelotes, margays, micos, boas, dragones, iguanas, incluso un gecko de Pakistán.

–¿Cómo es el proceso de rehabilitación?

–Rehabilitar son dos cosas: curar al animal, después ayudarlo a que vuelva a vivir en su hábitat natural. Para poder liberarlo hay que enseñarle a cazar y a defenderse por sí mismo.

–¿En qué casos no se puede rehabilitar un animal?

–Cuando tienen una impronta muy grande que les impide volver a una vida salvaje. Es raro, pues aún cuando conservan su instinto ya no saben hacer nada. Han olvidado como sobrevivir.

Una vez liberó un halcón. Se lo entregó una señora que se hizo pasar por agente del DAMA, la autoridad ambiental de Bogotá, y le “incautó” el pichón a un señor que lo tenía en una discoteca y lo alimentaba con maíz, como si fuera una gallina. “Estaba totalmente desnutrido. Para salvarlo tuve que darle calcio y carne durante tres meses. Cuando ya estaba cazando y había cambiado su plumaje, se lo entregué a Nicolás. Él lo liberó en su finca de la Mesa”. Pero no es nada fácil, cada animal tiene sus necesidades y dependiendo de esto su recuperación es más difícil. A los cazadores hay que hacerles un encierro donde puedan cazar y con los nocturnos sólo se puede trabajar en horas de la noche.

–Siempre me han encantado los animales exóticos. Antes me iba a las plazas y los compraba. Lo hacía por goma o por ambición– dice Camilo– Ya no lo hago pero obviamente los vendedores me conocen y cuando se les va a morir un animal o cuando no lo pudieron vender me lo regalan.

–¿Sabes que el tráfico de especies es ilegal?– le pregunto.

–Si, pero no hay forma de acabarlo. Al que le gustan los animales siempre va a querer tenerlos y va a buscar la forma de conseguirlos. El tráfico siempre va existir, la única forma de frenarlo es legalizando criaderos de ciertas especies.

Suena contradictorio, Camilo cree en la conservación pero también afirma que las personas tienen derecho a tener animales silvestres. “No nos dejan tener animales exóticos por egoísmo. Han creado una línea que divide los animales domésticos de los salvajes y se les olvida que el perro es el mejor amigo del hombre gracias a que en algún momento empezaron a criar lobos”. Su propuesta es menos compleja de lo que parece: hay que promover la conservación y permitir que se vendan las especies nacidas en cautiverio. “Mi sueño es poder criar micos, reptiles, felinos y venderlos legalmente evitando así que los saquen de su hábitat. Ya estoy empezando hacerlo con las boas.”, dice Camilo y me invita a conocerlas. Entramos a su cuarto y me muestra a sus tres boas que están enroscadas en un acuario grande. Pienso que en un futuro serán igual de grandes a Petra. Le pregunto si es posible que me acompañe a la Plaza del Restrepo. “¿Qué te parece el próximo viernes?”, me responde.

***

La Plaza del Restrepo queda en un barrio comercial al sur de Bogotá. Es un viernes por la tarde y en las calles hay una multitud en busca de toda suerte de mercancías: zapatos, celulares, comida, ropa, libros y tornillos. El mercado es famoso por ser el corazón del tráfico de especies en Bogotá. Está dividido en dos pisos y en 361 puestos de venta. En algunos venden comida o verduras pero la mayoría están llenos de jaulas, una encima de la otra. En todas hay animales. Curiosamente ninguno es silvestre. Las plumas de las gallinas y codornices revolotean por todas partes. La plaza hiede: su olor es una mezcla insoportable de orines y alimentos concentrado.

Camilo cuenta que el comercio en la plaza ha cambiado mucho: “antes uno veía jaulas llenas de loros orejiamarillos o de tortugas mata-mata. Ahora no dan papaya, todo funciona por encargo”. Nos acercamos a uno de los locales y Camilo saluda amistosamente al vendedor. Le pregunta si tiene algún animal salvaje y este responde que ahora sólo tiene una tarántula y un escorpión porque la mayoría de animales llegan los martes o los jueves. El vendedor, a quien llamaré Chucho, se agacha e intenta coger algo debajo de su butaca. De repente, saca una caja plástica que tenía escondida: adentro hay una tarántula grande y un poco calva.

–¿Qué esta buscando? – le pregunta Chucho

–Un venado. ¿Me lo podría conseguir?

–Sí. Se lo traigo la próxima semana. Le cuesta aproximadamente un millón doscientos.

–Y, ¿un mico capuchino?

–Ese le sale a 300 mil pesos.

Le pido a Camilo que le haga más preguntas, que nos explique cómo obtiene estos animales y cómo los traen a Bogotá. “No puedo hacerle más preguntas, si lo hago se va a dar cuenta que algo esta pasando y me va a preguntar en qué bando estoy. Me he demorado mucho en ganarme su confianza”, me dice con angustia. Luego me explica que en otro local hay un vendedor con el que puedo hablar. Me dice que busque a un señor de bigote, ojos azules y aspecto campesino. Al llegar al local lo reconozco fácilmente.

–¿Cuanto tiempo lleva en el negocio?– le pregunto.

–Toda mi vida, ha sido un negocio familiar.

–¿Y cómo traen a los animales?

–Nosotros ya tenemos contactos en los pueblos y cuando nos encargan un animal se los pedimos. Ellos son los que se ingenian cómo traerlos a Bogotá.

–¿Y dónde tienen estos animales?

–Ya no es posible tenerlos en la Plaza porque la policía jode mucho, ahora los tenemos en casas, en lugares ocultos donde no los puedan encontrar.

–¿Sabe usted que comerciar con fauna es ilegal?

–Pero qué quieren que hagamos, nos piden que acabemos con nuestro negocio pero no nos dan ningún subsidio. Una vez se está en un círculo es muy difícil salirse de él.

Me invita a conocer su local. Es igual a todos. Hay conejos en una jaula, en otra cachorros a la venta, gallinas, pavos reales y un gato blanco y tuerto “Esto es pura fachada, un canario de estos lo vendo en 5 mil pesos y me sale más caro alimentarlo», me dice. «El verdadero negocio son los animales silvestres”. Dice que ya varios han tenido problemas con la policía. Dice que a él una vez le incautaron una decena de loros pero que no conoce a nadie que haya ido a la cárcel, mientras saca los periódicos llenos de excremento de las jaulas y los reemplaza por unos nuevos. No parece miembro de un cartel de tráfico de especies. Le pregunto si en este negocio hay mafias y me cuenta que “los duros” no están en la Plaza del Restrepo. Éstos se encargan de exportar animales a otros países. “Acá viene el que quiere tener estos animales de mascota o el que los necesitan para la santería. Buscan la sangre del águila para curar el cáncer. Usted sabe, aquí la gente cree mucho en la brujería”. Termina de limpiar y me da la mano. Los cachorros lloran y el gato los mira con su único ojo. Adentro del local el olor es más concentrado. Me siento mareada. Necesito una bocanada de oxígeno.

***

En medio del parque El Salitre se encuentran dos casas blancas con las ventanas rotas y la pintura desgastada. Esa es la sede de la Policía Ambiental de Bogotá que es la encargada de hacer el control de todos los temas ambientales de la ciudad. La policía cuenta con 16 profesionales y 74 estudiantes bachilleres para cubrir una cuidad de casi 8 millones de habitantes. En Colombia el tráfico de especies junto con el tráfico de armas son los comercios más lucrativos después del narcotráfico. Es paradójico, de camino al parque vi más de 20 policías de tránsito.  Al parecer, nuestras especies están lejos de ser una prioridad distrital. “Hemos tenido muchos inconvenientes con la Fiscalía y con los jueces porque ellos no le dan importancia a este tema”, me cuenta Sonia la comisaria de la Policía Ambiental. “Ellos prefieren judicializar delitos de violación o de secuestro”. No obstante, la policía hace control en las plazas de mercado, en las tiendas de mascota, en los aeropuertos y en las terminales de transporte. Pero esto no es suficiente pues los traficantes son cada vez más ingeniosos y logran esconder los animales en sitios impensables. “Si son animales pequeños los meten uno tras otro en tubos de PVC”, dice con indignación. “Los someten a condiciones tan precarias que la mayoría mueren en el camino”.

En Colombia los animales silvestres hacen parte de la nación y por eso su comercio es ilegal.  Así mismo Colombia ha ratificado tratados internacionales como la Convención Internacional sobre el Tráfico de Especies Amenazadas (CITES). Al parecer, los compromisos son muchos pero la institucionalidad es insuficiente. “Hasta el año pasado nombraron a una Fiscal encargada de perseguir delitos ambientales”, me cuenta Sonia con un leve gesto de esperanza en su voz.

–Pero es muy difícil. Ese negocio es muy rentable– me cuenta la comisaria.

–¿Por qué es tan rentable?

–Para traficar con animales usted no tiene que invertir un solo peso. Las especies están en su hábitat y lo único que usted hace es extraerlas. Es un negocio redondo.

–¿Y hay grandes mafias encargadas del comercio?

–Sí. Son las que exportan estos animales. Especialmente a Europa donde son muy atractivas las especies de la zona tropical.

–¿Cómo hacen para controlar las mafias?

–Ese es el problema: nosotros no tenemos un sistema de inteligencia para perseguir estas organizaciones. Eso la hace la Sijín.

***

El Chómpiras era un mico ladrón. Desde chiquito fue entrenado para robar billeteras en el centro de Bogotá. Fue incautado por la policía ambiental e ingresado al Centro de Recepción y Rehabilitación de Fauna. Robó hasta el último de sus días pues siempre que alguien entraba a su encierro él se las arreglaba para quitarle sus pertenencias. Nunca pudo rehabilitarse. La historia del Chómpiras se repite una y otra vez. Cada día llegan al centro decenas de especies víctimas del tráfico y la tenencia ilegal. Llegan en tan mal estado que el destino de la mayoría es la muerte.  Son poco los afortunados que logran volver a su hábitat natural. De los sobrevivientes hay muchos que jamás logran rehabilitarse. “El año pasado la Sijin incautó 300 toches, un ave cantora color amarillo y negro”, denuncia Álvaro Rodríguez, director científico del Centro. “Estaban tan enfermas que todas se murieron”. Para traficar estos animales, los vendedores los transportan en tubos, en tarros de comida, los tienen hacinados y mal alimentados. Es una suerte que un animal logre recuperarse una vez ingresa al centro

Álvaro Rodríguez es veterinario de la Universidad de Ciencias Ambientales y ha estado a cargo del centro desde julio de 2009 cuando la universidad ganó una licitación para ocuparse de estas criaturas.  Antes tenían muy mal el centro pues lo manejaban contratistas que poco sabían de animales. Hoy la situación ha cambiado. “Contamos con pocos recursos pero tratamos de optimizarlos. Desde que tenemos el contrato hemos liberado a mas de 1.500 animales”, se jacta Álvaro. El centro queda en Engativá, tiene aproximadamente dos hectáreas y cuenta con la ayuda de un veterinario, una zootecnista y una bióloga. Actualmente tienen 1.200 animales, la mayoría son aves, reptiles y primates.

–Hace un mes liberamos a dos grupos de Micos Titís en el Magdalena Medio y ahorita estamos trabajando para liberar unas Tinguas en los humedales– dice Álvaro.

–¿Y han podido hacerles seguimiento?

–Sí. Nosotros les ponemos un collar para saber su ubicación. Con el tiempo se les cae pero como los liberamos en áreas protegidas podemos rastrearlos y saber que están bien.

Álvaro me invita a conocer los encierros. Hay uno para aves tropicales donde practican el vuelo, otro para rapaces donde les enseñan a cazar, uno de tortugas, y otro de primates. Por último nos dirigimos a una jaula donde hay un par de zorritos. Siguen siendo cachorros, muy amigables y con un pelo suave, como de peluche. De repente siento ganas de llevármelos, de convertirlos en mis mascotas. Pienso otra vez. Estos zorros jamás serán liberados. Al igual que miles de animales que no logran rehabilitarse, serán destinados a vivir en el zoológico. Petra hoy duerme en su acuario bajo el cuidado de Nicolás. Esa suerte la tienen pocos. La mayoría de animales víctimas del tráfico de especies pasan del paraíso al peor de los encierros, si es que no mueren en el intento.

*Carolina García (@carogarcia1606) es estudiante de derecho de la Universidad de los Andes, periodista de la Silla Vacía y colaboradora de Cerosetenta. Además, realizó la opción en periodismo del CEPER.

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Carolina García Arbeláez


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